QUISIMOS SER PARTE DE ELLOS
Relato de Alberto David Ripoll
Un contrato miserable, pero no tuvimos más remedio que aceptarlo. Ninguno de nosotros había trabajado anteriormente en aquello, éramos actores teatrales y no estábamos acostumbrados a lo que muchos denominaban “la gran vulgaridad de nuestro tiempo” y otros, aún más duros, “la gran asquerosidad”. Así que, nada de refinamiento. Aceptamos matar a aquel vampiro.
Cazadores de vampiros. Un trabajo pésimamente remunerado.
Sobre todo si tenemos en cuenta que se nos pagaría con los devaluados marcos
del Reich. Ninguno de nosotros había puesto en duda la existencia de aquellos
seres. Ustedes saben, en la compañía todos éramos rusos y serbios; pero no
esperábamos que precisamente en Berlín fuéramos a dar con un empresario
empeñado en que acosáramos a un vurdalak. Todo en plena efervescencia de la
guerra política que se desarrollaba en las calles, con toda la luminaria del
Kurfürstendamm que casi nos cegaba; aunque, ciertamente, las carteleras de la
ciudad se engalanaran con el cráneo pelado de Nosferatu.
Cazar un no-muerto, cazar una sanguijuela que había
logrado escapar de… Pero nosotros también habíamos huido: los bolcheviques
imperaban ahora en ese país que había dejado de ser nuestra patria y que con
tanta furia habíamos maldecido. Era puro milagro que aquellos demonios rojos,
mil veces peores que los vampiros, no nos hubieran fusilado.
Moscú, Odesa, Constantinopla, Belgrado… Habíamos visto
mundo, pero nunca nos habíamos cruzado con la figura renqueante del vurdalak.
Así que cuando llegamos a la mansión Hackendorf estábamos sumamente excitados. Herr
Baumann, nuestro mánager y anfitrión, nos aseguraba que era maravillosamente
convincente el destello que el miedo dejaba apreciar en nuestras miradas, en
nuestra palidez y en el balbuceo de nuestros labios. Hacía tiempo que la lengua
alemana había dejado de darnos problemas, pero aún nos atascábamos bastante con
la sintaxis monstruosa de aquel pueblo de energúmenos engreídos.
Pero como digo, un contrato miserable, porque ¿a qué
riesgos no se enfrenta uno cazando vampiros? Mal pagados, aunque la cerveza
fuera excelente. Hackendorf estaba surcado de corredores oscuros, de vueltas y
revueltas y de salones inquietantes que parecían repetirse o multiplicarse. Había
espejos y candelabros por todas partes, pero no luz eléctrica. Toda la mansión
parecía confluir en una sala en cuyo centro se encontraba una mesa circular.
Nadich, un joven serbio muy curtido en Chejov, fue el
primero en caer. Allí, alrededor de aquella mesa siniestra, lo encontramos como
desvanecido. Fue a la mañana siguiente de nuestra llegada a Hackendorf. Esto lo
remarcó mucho Herr Baumann: la mañana siguiente. Pálido y seco a la mañana
siguiente; en la flor de la vida. Sus ojos, oscuros como pozos, miraban la
nada. Estas palabras (“oscuros como pozos, miraban la nada”) también eran de la
cosecha de Baumann. “Escríbanlo ustedes mismos en un rótulo bien grande”, nos
llegó a decir. Ojos oscuros… bla, bla, bla... Tuvimos incluso, por insistencia
suya, que practicar caligrafía gótica. Eso fue un suplicio.
La noche siguiente se nos llevó a la señorita Ludmila.
Esta joven remilgada, maravillosa recitadora de Pushkin, era la única que ya
sabía alemán aún antes de nuestra llegada a Berlín. Ella nos había dado
nuestras primeras nociones del odioso idioma. Adiós, profesora. Colgaba de un
perchero de su alcoba cuando la encontramos al amanecer. Hackendorf la llamaba
“condesa Ludmova”. Todos abominábamos del maltrato y corrupción que aquel gordo
teutón hacía de la lengua rusa, pero tuvimos que aguantarlo. La condesa Ludmova
también estaba pálida. Por colgar de aquella manera tan esperpéntica no recibió
más remuneración que el resto de nosotros.
La tercera noche terminó con el cuerpo de nuestro querido
Sasha, excelente cantante cincuentón bigotudo y paternal, flotando en el
estanque, rodeado de nenúfares. Pero a este el maquillaje se le había corrido
por efecto del agua empantanada.
Y así, fueron cayendo unos cuantos. El vampiro no se daba
tregua. Nadie hacía nada por detenerlo, solo hablábamos y hablábamos. Y
hubiéramos seguido hablando de no ser porque Herr Baumann decidió bajarnos el
jornal. Ese fue detonante; ni la mamarrachada del aquel guión infumable, ni las
miserias de los camerinos, ni que hubiéramos tenido que escribir nosotros
mismos los rótulos narrativos en letra gótica.
Herr Baumann adujo la gran depauperación del pueblo
alemán a manos de aquel odioso Tratado de Versalles y la difícil coyuntura en
la que se veían inmersas todas las empresas del país. De los doce mil millones
de marcos (con los que casi no podías ya pagarte el desayuno) nos impuso una
bajada de… ¡Bah, sobran las palabras! Hasta los muertos comenzaron a gritar.
Nadich,
Ludmila, Sasha… todos retornaron de sus tumbas,
aunque aún sin maquillar. Deberían haberse convertido en vampiros a su vez,
pero la vejación hubiera ido demasiado lejos. Exigimos la cuenta por lo que
habíamos trabajado y nos quitamos de en medio. También lo camerógrafos y los
maquilladores debían sufrir aquel recorte, pero ellos, al fin y al cabo,
estaban en su patria y no lo llevaban tan mal. La pretensión de Herr Baumann de
emular a Wilhelm Murnau solo podía acabar como acabó, en estrepitoso fracaso.
Su película de vampiros llegó a estrenarse, pero no sé si consiguió salir de
las barracas de feria de pueblo donde era exhibida.
“La vulgaridad de nuestro tiempo”, según Ludmila (antes
condesa Ludmova), era aquel medio explotador y chabacano que intentaba
suplantar al teatro; “la gran asquerosidad”, lo llamaba también. Nadich era más
joven, casi un adolescente, y lo apreciaba más que ella. Él se quedaba
anonadado ante los cartelones berlineses, contemplando aquellos dibujos
fantásticos de monstruos, dioses y princesas encantadas; de viajes
interplanetarios, de androides dorados. Quisimos ser parte de ellos.
Esto ocurrió hace muchos años, antes de que Berlín fuera
pasto de las llamas. Sin embargo, cuando las guerrillas callejeras cobraban
fuerza, cuando los líderes demagógicos hablaban desde sus púlpitos y agitaban a
las masas, a veces, en la noche, bajo la lluvia, en calles solitarias, me
parecía escuchar –o sentir- a un ejército de vurdalaks, de muertos vivientes, que
marchaba a mi espalda.
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