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Mostrando entradas con la etiqueta Literatura rusa. Mostrar todas las entradas
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martes, 9 de noviembre de 2021

 

ISAAK BÁBEL, TESTIGO EXCEPCIONAL DE LA DESTRUCCIÓN DE UN PUEBLO

(Caballería Roja)

Por Alberto David Ripoll

Entre 1917 y 1923 la inmensa tierra rusa se vio conmocionada por uno de los enfrentamientos más sangrientos que surgieron como consecuencia de la Gran Guerra y, probablemente, el más terrible y cruel de todos los que se desarrollaron en el período de entreguerras. El golpe de estado llevado a cabo por Lenin, que arrancó del poder a Kerenski, obligándolo a abandonar Rusia, instauró una cruel dictadura en nombre de un proletariado cuyo apoyo, en realidad, nunca le fue otorgado. Especialmente reticentes al nuevo régimen fueron los campesinos, los cuales jamás habían sido considerados una clase revolucionaria y contra los cuales, todos los dirigentes bolcheviques, desde el propio Lenin a Trotski, mostraron el máximo desdén y desprecio. La Rusia profunda era tradicionalista y religiosa, tanto que fue en el interior de sus extensísimos territorios donde se fundaría la Guardia Roja; el gran conglomerado de zaristas y liberales derechistas (muchos de éstos habían mostrado su oposición al zar, pero aborrecían igualmente el comunismo) que se armó, en parte con fuerte apoyo extranjero, para combatir el nuevo orden instaurado por los revolucionarios. Procedentes en su mayor parte de las tierras de sur, del Asia Central, de las aldeas cosacas; los Blancos poseían una larga tradición guerrera, pero, desgraciadamente, no habían logrado aglutinarse en torno a un gran líder único. Su talón de Aquiles fue, igualmente, el egoísmo y la rapiña a los que se entregaron muchos de sus caudillos guerreros. Es legendaria la fiereza y el salvajismo de las incursiones del Barón Ungern von Sternberg.

                Más hábil que ellos, en este sentido, fue el Ejército Rojo. La disciplina de mando único de la milicia creada por Lev Trotski batió en muchos frentes no solo a la Guardia Blanca, sino también a los miles de voluntarios extranjeros que las naciones capitalistas implicadas en la Gran Guerra enviaron para combatirlos.

            La tierra rusa se vio ensangrentada por una contienda que fue civil –ruso contra ruso- y, al mismo tiempo, una especie de guerra internacional en pequeña escala. Pero guerra civil al fin y al cabo, es decir, una guerra cruel donde las haya; una guerra sin apenas códigos de honor, una guerra de venganzas personales, de saqueos, matanzas e incendios. Sufrieron todos los pueblos de Rusia, pero en medio de la vorágine se encontraba, para padecer como siempre más que ninguno, el pueblo judío. Los “ebrei” (“yidish”, despectivamente) víctimas tradicionales de todos los odios, de los pogromos que eran el desquite de las miserias de los eslavos, culpados de todas las desgracias –personales y colectivas- surgían como la víctima propiciatoria de la tragedia. Acusados por blancos y rojos de espiar para el enemigo, de ser unas veces cómplices de la clase alta contrarevolucionaria y, otras, los ideólogos de la revolución, vieron sus aldeas (shtetl, en lengua yidis) incendiadas y saqueadas por turbas a caballo. Cosacos, blancos o rojos, se entregaron a la gran masacre, a la violación y el asesinato.

            Testigo y actor absoluto de estos años, fue es escritor Isaak Bábel. Judío de Odesa, había conocido desde niño la violencia de los pogromos en su tierra natal. Esperanzado por el triunfo de la Revolución Rusa, se había adherido al comunismo, trabajando como periodista y traductor. Cuando se creó el Primer Regimiento de Caballería (Konarmia), capitaneada por el general Budionni, se le permitió formar parte de ella y acompañarla durante la Guerra Ruso Polaca. Desde esta posición Bábel contempla y vive el horror más absoluto. Él, que esperaba que el comunismo esparciera solidaridad e igualdad entre las naciones de la tierra, asiste a una especie de gran avanzadilla del holocausto hitleriano cuando las tropas cosacas integradas en la caballería comunista se vengan en los desgraciados y míseros judíos con la misma saña que lo hacen los blancos, los nacionalistas polacos de Pilsudski o las fuerzas de la recién independizada Ucrania.


            En Caballería Roja (Конармия), rememoraría aquellos días de horror apocalíptico, muerte y destrucción. Se trata de una serie de relatos breves encadenados que, a ratos, parecen mantener la unidad de una novela, pero que no lo es. Comenzó a escribirlos hacia 1923, pero no aparecieron recopilados en libro hasta el año 1926. Es la crónica de la guerra menos heroica que puede imaginarse. Sus protagonistas son supervivientes y pícaros, además de los simples desgraciados que van a lo suyo y a los que lo mismo les da servir a unos u a otros. La brutalidad y el analfabetismo se ceban en las clases más bajas de los territorios en los que tiene lugar la contienda y las convierte en una turba cruel que no reconoce principio alguno. Por parte de las tropas rojas, la destrucción de las obras de arte y del patrimonio arquitectónico ruso es una constante. Deberían pasar aún muchos años hasta que los comunistas en el poder comenzaran a valorar de nuevo el humanismo y la cultura y lo indispensable de ésta en el nuevo orden por ellos creados.

            Pero, como ya se ha dicho, nada es tan desolador como la destrucción de la cultura y la civilización judía en Rusia, Polonia y Ucrania; unida a la mera persecución del ser humano, de la violencia racial y étnica. Las inmensas llanuras en las que se levantan las shtetl judías se ven sumergidas en un baño de sangre que nadie se molesta a detener. Lenin había declarado que el antisemitismo era un crimen tan terrible como la propia contrarrevolución, pero sus secuaces se entregaron a él sin que nadie osara plantarles cara.

            Pero esto no es todo en el libro de Bábel. Escrito en buena medida en jerga cosaca, tampoco falta el humor y las descripciones de pintorescos tipos humanos; cosacos, soldados, rabinos, campesinos… Todo en narraciones de no más de cuatro o cinco páginas que son viñetas maravillosas, pequeños retratos, a veces auténticos poemas en prosa.

            Bábel cosechó éxito tras éxito en la literatura con sus narraciones cortas, género al que también pertenecen sus Cuentos de Odesa. Pero a Stalin no podía agradarle el carácter anti heroico de sus personajes y la falta de idealización del régimen soviético, transformado finalmente en el primero de los grandes sistemas totalitarios del siglo XX. Tampoco la ascendencia judía de Bábel debía agradar al dictador georgiano, en cuyas purgas políticas había mucho de antisemitismo. Fue acusado de espionaje y condenado a muerte. Además, sus obras fueron prohibidas.

            Deberían pasar casi quince años antes de que los ciudadanos soviéticos, muerto ya Stalin, pudieran volver a leer a este maestro de la narrativa.

           

martes, 28 de septiembre de 2021

 

EL GENIAL Y DEMENCIAL LUZHIN.

LA DEFENSA (Vladímir Nabokov)

Por Alberto David Ripoll

En la vieja Unión Soviética el ajedrez era considerado esencial para la educación de las masas. Es clásica la fotografía en la que Lenin se bate frente al tablero con Vladímir Bogdanov –científico bolquevique y escritor de ciencia ficción- mientras el novelista Máximo Gorki los contempla meditando sus jugadas, en absoluta abstracción-. Sin embargo, la pasión rusa por este juego que no es un juego se remonta a tiempos anteriores a la revolución.


            Detrás del ajedrez se agrupan toda una serie de símbolos, de lecturas sociológicas, de gestos y posturas políticas que han venido variando con los tiempos. En los años ochenta del siglo XX, muchos seguimos el enfrentamiento entre Kárpov y Kaspárov, ambos soviéticos. Se suponía -así lo sostiene el propio Kaspárov en su obra Hijo del cambio- que la jugada de este último representaba una innovación que rompía con las maneras conservadoras y anquilosadas de su contrincante, niño mimado por la nomenklatura soviética. Kaspárov era la apertura, un gesto a favor de la Perestroika.

            Juego de genios, de semidioses intelectuales. Sin embargo, surge también una pregunta: ¿Son titanes de la inteligencia los que se entregan exclusivamente al ajedrez, como eje único de sus vidas, o son sociópatas obsesos, egocéntricos prisioneros de mundos interiores que son incapaces de compartir con sus semejantes?

            En su novela La defensa, el escritor ruso Vladímir Nabókov indaga en las interioridades alucinantes de la mente de Luzhin, un genio del ajedrez cuya infancia había transcurrido en un voluntario enclaustramiento en la soledad y el mutismo –carente de amistades y una casi una absoluta carencia de comunicación con sus progenitores-; especie de marginado que, por una pura casualidad, descubre el enigmático juego del ajedrez y lo convierte en la única razón de su existencia de  adolescente desarraigado. Colegial sin brillantez ni talento para prácticamente ninguna asignatura, ve cómo se le revela una extraña inteligencia o don oculto para trazar en segundos las más complejas combinaciones. No tarda en revelarse como un genio fuera de serie, objeto de la atención y admiración de toda la Europa ajedrecística; para terminar sus años de juventud batiéndose con figuras de renombre internacional.

            Nabókov -como en toda su obra perteneciente a su primera etapa narrativa, en la que aún no ha abandonado la lengua rusa- nos lleva de paseo por los ambientes burgueses de la Rusia anterior a la revolución de 1917 y, posteriormente, por el mundo de los expatriados rusos residentes en las grandes capitales de Europa; en este caso Berlín, donde el propio autor vivió durante muchos años de su juventud escribiendo para revistas literarias conocidas únicamente por los círculos rusófonos. Al contrario que a Nabókov, a Luzhin no le espera el éxito; pasados sus años de gloria -durante los cuales nada hizo aparte de lucirse en partidas de ajedrez como estrella de un mundo demasiado hermético y dominado por los adultos-, sin especialidad profesional alguna, sobrevive oscuramente componiendo problemas de ajedrez para las revistas y periódicos. Por lo demás, un inútil que apenas ha aprendido a atarse los zapatos; tosco, desaseado, introvertido y sin modales. La incapacidad del personaje para las relaciones sociales se hará aún más manifiesta cuando aparezca en su vida la primera mujer que se enamore de él. El mundo obsesivo, casi alucinatorio, del ajedrez será la madeja de hilos enredados que acabará por estrangular su relación y su intento final de afianzarse en una vida normal.

            Me hago una pregunta: ¿Por qué un ser como Luzhin abandonaría la recién fundada Unión Soviética? ¿No habría sido más feliz viviendo como genio declarado del arte estrella comunista dentro de la nueva nación? Alguien como él no habría necesitado más que una pequeña habitación -celda monástica, más o menos- y un tablero de ajedrez para sentirse pleno. Eso hubiera sido una alternativa mucho más esperanzadora que el vagabundeo por la Europa capitalista como paria eterno.