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domingo, 26 de diciembre de 2021

 

LA REVELACIÓN DEL ALFABETO

Relato de Alberto David Ripoll

Antes de abrir los ojos, Constantino ya intuía las finas líneas que, finalmente, vio trazadas, no sabía de qué manera, en la pared de su celda, estrecha y fría como una caverna. Los trazos puntiagudos que, en ocasiones, le sugerían pirámides que intentaran estirarse para llegar al cielo; a veces, en cambio, gorros extravagantes de alguna de las razas orientales con las que tanto había llegado a entrar en trato en años recientes. Un signo en la pared, un presagio. La noche pasada, momentos antes de tenderse en su catre, aquella mancha insinuante no estaba allí, de eso estaba seguro. ¿Qué la había causado? Había tenido un sueño que revelaba lo prodigioso; todo lo que se había estado agitando en su interior y que ahora tomaba forma, ahora se hacía realidad, allí, en aquella celda sofocada por la humedad que emanaba del lago cercano.

La interpretación cabal de los sueños era una pretensión que siempre lo había movido a risa; una creencia fabuladora que desde el principio había asociado a los pueblos bárbaros
de aquellas riberas agrestes a lo largo de cuyas sinuosidades se había perdido su existencia de los últimos años. Aquellos pueblos salvajes, ignorantes y ágrafos que, sin embargo, hacían acopio de vanidad suficiente para denominarse a sí mismos "conocedores de la palabra": slavi, eslavos; así es como gustaban llamarse, ese era su nombre tribal. Había gastado su vida prodigando la Verdad entre aquellas gentes bestiales.

El Balatón… ¿Cuántas veces, desde su niñez, lo había vislumbrado en sueños sin poder identificarlo? 
Desde su llegada al árido país se había desvivido en noches de fiebre en el proyecto de dotar a los indómitos eslavos de un alfabeto capaz de transcribir el verbo divino. Pero la lengua de los eslavos no se dejaba representar en modo alguno en el alfabeto de Bizancio, la añorada patria que lo había enviado a los mundos más remotos para que triunfara en la transmisión de la civilización allí donde sus predecesores habían fracasado. Los signos de los griegos eran incapaces de representar los salvajes fonemas de los eslavos. Hasta ahora, Constantino había aprendido todas las lenguas de los paganos; solo con los eslavos la frustración se había apoderado de él. Los fonemas de aquella gente eran tan ignotos que no encontraba caracteres en su alfabeto nativo para transcribirlos; debía inventar un nuevo sistema de signos, audaces como los osos de las nieves. Con fatiga, Constantino había pergeñado un juego de diez trazos originales, nunca antes vistos. Sin embargo, se había mostrado incapaz de establecer una diferenciación clara entre el resto de los sonidos, para los que no encontraba representación. En ocasiones tenía la impresión de que la lengua mudaba de un día para otro, de que podría consumir su existencia toda dibujando símbolos en pergaminos. A veces, Constantino se extraviaba en el bosque cercano e iba a parar a solitarios calveros en los que las figuras talladas en troncos de monstruosas deidades o guerreros le lanzaban miradas furiosas. No nos someterás

, parecían querer decirle.

Pero aquella noche última todo había cambiado. El sueño -la revelación- se había producido. Previamente, había sufrido una cadena de pesadillas. Se vio navegando por un espacio oscuro e inmenso, un mar interminable. De las aguas insondables urgían monstruos indescriptibles; criaturas bicéfalas, cornúpetas, alados demonios de ojos de fuego, licántropos y vampiros. Las creencias atroces se habían extendido entre los pueblos; la magia y la astrología.  Ruedas interminables representaban soles negros. Las fuerzas del mal, los engendros diabólicos poblaban todas las tierras desconocidas que él visitaba, todas las costas a las que arribaba. Intentaba intercambiar palabras con oscos sacerdotes que no le comprendían, escribir para ellos en caracteres griegos. Nada servía. Aquellos sacerdotes de negras túnicas eran los oficiantes de ritos malignos, portavoces del Anticristo, de los paganos. ¿Cómo convencerlos? Todas las letras que intentaba escribir en un pergamino eran garabatos irrisorios. De pronto se vio confinado en su celda, mirando hacia la ventana. Un sol dorado surgió de la nada y bañó con sus rayos todo el alfeizar. Los barrotes de hierro se desquebrajaron y comenzaron a cobrar vida. Se retorcían, saltaban, caminaban, volaban; se transformaban en delicadas figuras que transmitían mensajes, en signos vitales, palabras, oraciones.

“Tómalos uno por uno y tendrás el verbo. Con ellos escribirás la palabra de esta gente”, dijo una voz misteriosa.

Despertó. Contempló la mancha húmeda de la pared. Una letra más que se uniría a otras tantas contempladas en su sueño. Ya lo tenía. Miró hacia la ventana. La reja continuaba en su lugar, pero al lanzarse sobre el pergamino fue capaz de reproducir cada uno de los signos que le habían sido dados.

            Metodio lo supo: había comenzado una nueva era.

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