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lunes, 25 de octubre de 2021

 

LA RUPTURA DEL SUEÑO

Relato de Alberto David Ripoll    

I

Jörg me contó una de sus historias, uno de sus sueños. Deseaba hacerlo, simplemente. Habíamos estado en el cine esa misma tarde, viendo una de las últimas locuras expresionistas de aquellos días. En Berlín había nevado. Jörg quería hablar, no había bebido demasiado, pero su lengua se había desatado…   

 

II

De una forma u otra me estás pidiendo que lo haga, así que no lo voy a demorar más. Te lo contaré todo. Te lo leeré en voz alta, para que te haga el efecto de una saga, una leyenda; aunque no nos encontremos al calor de la hoguera en el corazón del bosque, ni en una cueva al resguardo de la tormenta. Has disfrutado con El gabinete de las figuras de cera, ¿verdad? Yo, no especialmente. No es una mala película, claro que no -¿cómo podría serlo cuando se deja ver en ella nuestro admirado Conrad Veidt?-, pero no creo que nada de lo que en ella se muestra llegue penetrar en mis sueños, a  enredarse en ellos. Ahora escucha.

            Una vez, hace mucho tiempo -era niño aún, aunque a un paso de la adolescencia- me extravié en un parque de atracciones en la costa del Mar del Norte. Extraviarme es decir demasiado, pues en realidad hice todo lo posible por perder de vista a mis amigos con toda la intención del mundo. Multitudes, ruido, humo y algunas risas. Así avancé por ese mar humano en el que los sentimientos y los pensamientos casi se respiraban en medio de aquellas interminables avenidas de barracas que ofrecían, además de humoradas y chucherías, la inquietante sorpresa de algún ser deforme o de algún tarado  pervertido. De esta manera, terminé ante un edificio de madera muy llamativo, todo pintado de púrpura, a cuya entrada un gordinflón de poco más que mi estatura invitaba a una visita a la "Morada del Misterio". A lo largo de la fachada de la barraca se alineaba, estática, perfilada en cartón piedra, la prole más inquietante que hasta entonces, a mi edad, me había encontrado: enanos que sonreían mostrando sus incisivos de roedor, encapuchados monjes de nariz de patata que no dejaban de mirarte, un verdugo cuya hacha de filo enrojecido casi llegaba a gotear auténtica sagre, un alargado aristócrata con monóculo y labios hinchados, un... Innumerables. Quizás no fueran tantos.

Aquella construcción de púrpura rabioso era inverosímil, brillando como un cubo mágico a la luz de unas antorchas que acababan de encenderse. Aquel día estaba nublado.

            No era la primera vez que me acercaba a una de estas ferias ambulantes, pues siempre me han fascinado y siempre he ido tras ellas. Me recuerdo muchas veces tomando el tren urbano y saliendo de Berlín en pos de algún lugar del que había oído que ellos -los magos, los adivinos- lo habían elegido en su interminable nomadismo. Pero aquella barraca siniestra me atraía especialmente. Todo el conjunto me seducía con sus sugerencias, que yo sabía falaces, pero en las que, precisamente por esto, creía ver la obra de una banda de artesanos venidos del mundo de los sueños.

No recuerdo ya si fue el obeso guardián de la mansión -¿era éste uno de los reclamos de cartón al que habían insuflado vida?- quien me tocó el hombro y me invitó a beber algo de una copa alargada que refulgía como si hubieran sumergido una lámpara en ella -¿llegué a hacerlo o esto también forma parte del sueño?-, lo cierto es que yo quedé dormido a los pocos segundos de contemplar aquella especie de diamante cegador. Mis ojos se cerraron -o nunca lo hicieron, simplemente el mundo desapareció a mi alrededor- y para cuando volvieron a abrirse -imposible saber cuánto tiempo después- la dimensión que me rodeaba ya no era la nuestra.  

            El parque de atracciones se había desvanecido completamente e igualmente lo habían hecho todos sus visitantes a excepción de mí mismo; todo el bullicio se había apagado durante ese misterioso intervalo de olvido que me había transportado hasta la nueva dimensión. Ahora me encontraba en mitad de una senda que ascendía a lo largo de una ladera que se me hacía interminable. Era un día nublado. Mi soledad era absoluta. El paisaje era desolador: la ladera estaba sembrada de rocas, muchas de ellas despedazadas; apenas existía vegetación. No se me ocurrió más que echar a andar por la senda e iniciar mi subida a la cumbre del monte. Así, no sé cuánto tiempo caminé antes de arribar a una llanura inmensa invadida por una niebla espesa cuyos giros y retorcimientos modelaban formas engañosas, figuras antropoides que me fascinaban, proyectándome hacia el mundo quimérico en cuyo abrazo muy pronto me vi apresado.

            De un confín a otro de la llanura se multiplicaban piedras de forma semicircular que sobresalían del suelo semejándose a lápidas olvidadas, sin nombre; tan solo extraños símbolos, pictogramas y dibujos tallados en su superficie parecían tener el propósito de transmitir alguna información acerca de lo que aquella tierra albergaba. Los símbolos inscritos en la piedra correspondían a una escritura que yo no era capaz leer pero que sí podía identificar: se trataba de los caracteres del sánscrito, la lengua de los arios. Las figuras allí representadas pertenecían y daban forma a algunos de los ciclos míticos de la antigua India. Identifiqué a numerosos héroes guerreros y reyes cuya vida y actos eran cantados y narrados en las viejas crónicas. Las figuras de aquellos colosos se recortaban en la piedra con una claridad sorprendente; sus cuerpos musculosos -portando armas mortíferas del pasado-, sus rostros desencajados por la furia del combate eran un tema que se repetía de lápida en lápida. No pude salir de mi asombro al dar con la imagen del intrépido príncipe Arjuna. También distinguí a los dioses Agni e Indra. Los nombres de estos y muchos otros tintineaban en mi mente como una cantinela mientras me desplazaba a través del lugar. Muchas veces había soñado con aquellos héroes y sus batallas contra monstruos terribles. Así, tambaleándome como embriagado de piedra en piedra, recorrí una considerable extensión de terreno hasta llegar a campo abierto, donde ya no hube de encontrar ninguno más de aquellos monumentos. Entre la niebla brillaban ahora pequeñas luces desperdigadas a diestro y siniestro, como si de una señalización del terreno se tratara. Algunas de aquellas luces permanecían inmóviles, otras se agitaban lanzando constantes rayos en derredor, abarcando una extensión de varios metros. Hasta donde mi vista alcanzaba, todo lo cubría una red de focos luminosos, como diminutas estrellas que hubieran descendido sobre la llanura. Los blancos destellos eran extraordinariamente bellos; seres incandescentes que se transformaban generando formas antropoides que formaban haces alargados, como brazos que se multiplicaban. Asistí, así, a una especie de surgimiento y desvanecimiento de innumerables figuras; formas de guerreros armados que a menudo se enfrentaban unos a otros, provocando la colisión de luces, desencadenando un aluvión de puntos cegadores al despedazarse en el combate.

            Me di cuenta, de pronto, de que toda la llanura se encontraba salpicada de los restos de un inmenso combate. Aquí y allá se perfilaban las corazas y los escudos abollados o despedazados, las hojas de espadas melladas, los yelmos hundidos a golpes. De las osamentas de los combatientes no quedaba ni rastro, como si hubieran acompañado a los espíritus en su viaje al otro mundo. Las proporciones de todos los artilugios, armas y aparejos, así como de todo el equipo de combate era descomunal, cuadruplicaba al de un ser de nuestra especie. Comprendí que los que se habían dado cita en aquel campo de batalla no eran meros hombres. En una ocasión, un profesor estudioso de la mitología, me contó que en un mundo paralelo al nuestro había tenido lugar un evento bélico cuyo nombre he olvidado, en el que dos grandes razas de colosos se enfrentaron hasta destruirse mutuamente. Muchos poetas y escultores habían imaginado ese encuentro apocalíptico que cristalizó, entre nosotros, en cantos épicos y, sobre todo, en enormes estatuas de colosos idealizados que aún se encontraban en muchas de las avenidas de nuestras ciudades. ¿Qué fuerza desconocida me había arrancado de mi plano de realidad y me había arrastrado entre los despojos de aquellos colosos que hasta entonces solo habían habitado en mis sueños? Sentí una fuerte aprensión ante el mero pensamiento de permanecer atrapado en aquella realidad y ser incapaz de volver a la mía.

Fue entonces, al rodear los despojos de la que fuera una enorme coraza cuya belleza atrajo mi atención, cuando hice el gran hallazgo que puso fin a mi vagabundeo a través de aquella visión alucinante: sobre la tierra, húmeda de niebla, yacía un yelmo de unas proporciones muy diferentes de las demás. Se hubiera adaptado perfectamente a mi cráneo y, de hecho, fue mi inmediato pensamiento que aquel objeto no había sido abandonado allí al azar, sino que alguien -superhombre o dios- se había mantenido aguardando mi llegada desde mucho tiempo atrás y me urgía ahora a tomar aquel trofeo. No sé cuánto tiempo permanecí vacilante, inmóvil, sin ser capaz de apartar los ojos del precioso yelmo. Precisamente porque el silencio en aquel campo de batalla era total, pude identificar con toda nitidez el sonido lejano de un trueno y, a continuación -como pronunciadas por un ser poderosísimo que se encontrara oculto en una altura invisible-, las palabras que pusieron fin a mi inacción: ¿Quieres ser inmortal?

            Inmediatamente, mi incliné con los brazos extendidos hacia el yelmo y lo tomé con ambas manos, alzándolo por encima de mi cabeza. El instante exacto en el que el yelmo se asentó en mis sienes se ha disipado completamente de mi memoria; se esfumó con la niebla, con las visiones post-apocalípticas y las ensoñaciones guerreras. Yo había vadeado aquel océano de fantasías épicas que una vez poblaron mi adolescencia de fabulosos guerreros a los que hubiera deseado emular, pero lo que advino a continuación fue... mi despertar; la ruptura del sueño.

 

III

            La mano que me sacudió ligeramente era la de un muchacho de mi edad; uno de mis compañeros de los Wandervögel, la tropa de exploradores juveniles en cuya compañía yo me encontraba recorriendo las zonas rurales de Alemania, los bosques inmensos, los ríos y lagos. Una de nuestras salidas nos había conducido a aquella ciudad norteña y a aquel parque de atracciones que nuestros guías de más edad habían desdeñado como pasatiempo insulso y artificioso propio del mundo moderno, pero que a mí me había atraído -ya te lo he dicho- como la trampa de una araña. De estas "aves de paso", que tanto significaron para mí de muchacho y en compañía de las cuales vagué a lo largo y ancho de este país, tal vez te cuente algo en otro momento; alguno de las historias que nos narrábamos alrededor del fuego de campamento. Los Wandervögel... En ocasiones, aún sueño con ellos...

 

IV

Jörg volverá a narrarme, estoy seguro, algún pasaje de su diario de los sueños. Otro día que la nieve vuelva a caer…

           

 

 

           

           

           

jueves, 21 de octubre de 2021

 

DOSTOYEVSKI EN SIBERIA. EL LARGO DESTIERRO QUE TRANSFORMÓ AL ESCRITOR. 

Ensayo de Alberto David Ripoll

Hubo un tiempo en que Siberia, una de las regiones más bellas y sobrecogedoras del planeta, fue la tierra de los condenados, el país de los muertos en vida; una prisión sin fronteras que era el destino final de la travesía vital de innumerables desheredados abocados por las circunstancias atroces que los habían rodeado desde su nacimiento y, en ocasiones, por una herencia genética calamitosa, al alcohol, la violencia y el crimen. Mucho se ha escrito sobre los desterrados políticos –tanto en la época del Imperio Ruso como durante las décadas que existió la Unión Soviética- sobre los intelectu
ales descontentos con los diferentes gobiernos que escribían soflamas y poemas, sobre los conspiradores y terroristas nihilistas, especie de visionarios iluminados, como líderes de sectas estrafalarias; socialdemócratas o activistas disidentes. Pero la verdad es que la inmensa marea de presos de los que se alimentaba Siberia  estaba constituida en su mayor parte por meros delincuentes comunes; gente peligrosa a la que poco importaban los problemas de la sociedad o las agitaciones políticas que tenían lugar en el Imperio Ruso.

            Entre aquella masa de desdichados fue a caer en una ocasión el joven escritor Fedor Dostoyevski, proveniente de San Petersburgo, la ciudad en la que había sido condenado a muerte por el delito de conspiración, pena que le había sido conmutada por la de trabajos forzados apenas unos segundos antes de que los fusileros del pelotón de ejecución abrieran fuego sobre él y los demás desdichados junto a los que aguardaba su final. Se sabe que uno de los compañeros que aguardaban junto a él la muerte no pudo soportar la intensidad del momento y enloqueció de por vida. Pero Dostoyevski no salió mucho mejor parado; aparentemente cuerdo, pero lastrado de por vida, prematuramente envejecido y encanecido. Además, lo que le esperaba era, de hecho, una suerte de muerte en vida, un entierro prematuro, una larga estancia en lo que la traducción española de una de sus novelas llama “el sepulcro de los vivos”.

            El Dostoyevski que, presuntamente, había estado involucrado en un complot para derribar el poder del zar, no había sido más que un joven ingenuo e idealista, autor de algunas novela
s breves (Pobres gentes, por ejemplo) en las que exponía problemas sociales y se decantaba políticamente de parte de los liberales. Sus críticas al zarismo no habían pasado de soflamas y pequeños libelos y, desde luego, jamás había tomado parte, conscientemente al menos, en conspiración alguna; el supuesto complot, una simple reunión clandestina, una charla, un debate a la luz de una vela. Para los agentes de policía que irrumpieron en mitad del encuentro y probablemente interrumpieron la lectura de alguna declaración política apasionada y absolutamente desquiciada, era suficiente: la más grave de las acusaciones caía sobre los allí congregados, la de verse implicados en el único delito capital que contemplaba el código penal del Imperio Ruso: la conspiración contra el estado.

            El joven condenado a muerte se encontró, al igual que sus camaradas de conjura, con los ojos vendados y maniatado frente a los fusileros que lo encañonaban, escuchando el redoble de tambor y convencido de que aquellos eran sus últimos segundos de vida. Pero cuando el tamborileo cesó, una voz clamó explicando a los condenados que la pena final había sido conmutada, por gracia de su majestad el zar, por la de destierro a Siberia. Aquellos momentos que, como se ha dicho muchas veces, duraron una eternidad en la mente de Dostoyevski, lo acompañaron para el resto de su  vida, de la nueva vida que iba a comenzar para él, ya que la anterior acababa de finalizar: aquel joven había encanecido de súbito y, realmente, había llegado a morir. Un ente muy distinto ocupaba a partir de ahora aquel cuerpo y aquel cerebro; un alma mucho más extraña, un personaje asocial y desarraigado, endurecido por los instantes que había creído los últimos y a los que se añadían los años que aún le aguardaban en el penal siberiano; en la casa de los muertos, en el sepulcro de los vivos.

            Pero el Dostoyesvski retornado ha aprendido mucho de estas experiencias, de estos años. Para empezar, ha perdido la ingenuidad idealista y ha comprendido que ha sido objeto de una pu
ra utilización por parte de los grupos liberales a los que había estado rondando; ha comprendido que la mayor parte de los activistas que luchan contra la autocracia zarista –que de ahora en adelante él considerará la forma de gobierno más adecuada para el pueblo ruso- y sobre todo los llamados nihilistas, no son más que “demonios”, una miríada de gérmenes infernales que se apoderan de las almas de la juventud rusa, de los inocentes alumnos de bachillerato, de los estudiantes universitarios ingenuos, idiotizados y seducidos por la doctrina destructiva de la anarquía, del “nihil”, de la nada. Lo mismo que había sido él: un poseso, un alma invadida de demonios. Así se titulo una de sus más inquietantes novelas: Besy (Бесы): Los demonios, una incursión alucinante en el mundo de los terroristas nihilistas, los ideólogos de la destrucción absoluta.

            La locura del nihilismo fascina y repele por igual a Dostoyevski. Se trata de una ideología que postula la aniquilación total de lo existente como medio purificador. Según el razonamiento nihilista, al destruir todo lo existente –el orden, la sociedad, la educación- aparecería un enorme vacío, una “nada” (nihil) de la cual debía surgir un “algo” que la llenaría súbitamente; lo que ese “algo” pudiera ser los mismos nihilistas lo ignoraban por completo, pero sin duda habría de ser una fuerza sana y positiva, renovadora y portadora de una fe salvadora. Por lo tanto era necesario destruir, matar, cometer toda clase de atentados sangrientos; disparar, incendiar, poner bombas… La “nada” crecería y se expandiría como el desierto del que habla Friedrich Nietzsche –inspirador posterior del movimiento, aun sin proponérselo- en uno de sus poemas (“Crece el desierto: ¡ay de aquel que albergue desiertos dentro de sí!”) y de allí brotaría la luz.

            Los demonios del n
ihilismo son la última fuerza devastadora que se introduce en la vida de Dostoyevski. Su vida había estado ya marcada y condicionada por tres grandes acontecimientos: el asesinato de su padre (un déspota alcohólico) a manos de sus siervos, la epilepsia que lo atormentó toda la vida y su larga estancia en el penal siberiano. Pero los demonios terroristas que ponen a Rusia bajo el fuego de las bombas –la culminación es el asesinato del zar Alejandro II, precisamente el libertador de los siervos- y propagan el nihil por todo el imperio, son los más terroríficos, los más aborrecibles. Frente a ellos solo existe una salvación posible: La Ortodoxia y la Autocracia. Es la única forma de gobierno posible para Rusia. Ninguna corriente política renovadora puede tener cabida en el alma de la gran nación eslava. Solo un hombre grande, un ungido de Dios, un zar, una iglesia auténticamente rusa (ni la católica, ni la luterana) y un estado policial. Y la fe en Dios, la creencia ciega. El pueblo ruso nunca aceptaría el materialismo y el racionalismo (el ateísmo, en suma) importado de Occidente. El espíritu de la Ilustración nunca echaría raíces en Rusia y solo sería capaz de encontrar un grotesco remedo en los actos salvajes de los terroristas. Occidente es depravación, libertinaje, veneno… ¿No se piensa así, hoy de nuevo, en Rusia? Los intelectuales rusos europeístas (inteligentsia) habían vivido muy de espaldas al pueblo ruso; al campesino que representaba su alma auténtica, lo habían despreciado incluso. El intelectual liberal había desarrollado un ateísmo dogmático incomprensible para la simple gente; una apelación a la razón que no podía menos que carecer de atractivo para la mayor parte de la masa. La salvación del desgraciado, del criminal, del “ex-hombre” está en encontrar un alma bondadosa que le muestre el camino de la redención; como Sonia a Raskólnikov.

            Para Dostoyevski todo había quedado muy claro. Siberia había sido su gran catarsis, su salvación, su renacer en la nueva vida. Para él esto era así: Nosotros, los conservadores, somos los rebeldes. Contra lo nuevo, contra el liberalismo, contra los cambios, el terrorismo, la pornografía. A esto iba a dedicar sus grandes novelas futuras.

            Cuando su breve novela  Pobres gentes fue publicada, el escritor fue saludado como un nuevo Gógol, un continuador eterno de su magisterio, un gran escritor social. Aquello fue un gran error. Sin Siberia, no habrían existido las grandes novelas posteriores y Pobres gentes se encontraría hoy en día, sin duda, en el olvido absoluto. Dostoyevski no sería nada; tan solo uno más de los muchos intelectuales liberales de la inteligentsia rusa. Si aquella novela es recordada, es porque fue escrita por el autor de Crimen y castigo, Humillados y ofendidos y Los demonios.

            Dostoyevski se redime, como Raskólnikov; como Rusia ha resurgido, redimida y engrandecida tras la hecatombe del comunismo y la inestabilidad y miseria de la última década del siglo XX. Una nación en pie, distinta y alejada de la Europa Occidental, de nuevo poderosa y grande en cuerpo y alma.