LA RUPTURA DEL SUEÑO
Relato de Alberto David Ripoll
I
Jörg
me contó una de sus historias, uno de sus sueños. Deseaba hacerlo, simplemente.
Habíamos estado en el cine esa misma tarde, viendo una de las últimas locuras
expresionistas de aquellos días. En Berlín había nevado. Jörg quería hablar, no
había bebido demasiado, pero su lengua se había desatado…
II
De una forma u otra me estás pidiendo que lo haga,
así que no lo voy a demorar más. Te lo contaré todo. Te lo leeré en voz alta,
para que te haga el efecto de una saga, una leyenda; aunque no nos encontremos
al calor de la hoguera en el corazón del bosque, ni en una cueva al resguardo
de la tormenta. Has disfrutado con El gabinete
de las figuras de cera, ¿verdad? Yo, no especialmente. No es una mala
película, claro que no -¿cómo podría serlo cuando se deja ver en ella nuestro admirado
Conrad Veidt?-, pero no creo que nada de lo que en ella se muestra llegue
penetrar en mis sueños, a enredarse en
ellos. Ahora escucha.
Una vez, hace mucho tiempo -era niño
aún, aunque a un paso de la adolescencia- me extravié en un parque de
atracciones en la costa del Mar del Norte. Extraviarme es decir demasiado, pues
en realidad hice todo lo posible por perder de vista a mis amigos con toda la
intención del mundo. Multitudes, ruido, humo y algunas risas. Así avancé por
ese mar humano en el que los sentimientos y los pensamientos casi se respiraban
en medio de aquellas interminables avenidas de barracas que ofrecían, además de
humoradas y chucherías, la inquietante sorpresa de algún ser deforme o de algún
tarado pervertido. De esta manera, terminé
ante un edificio de madera muy llamativo, todo pintado de púrpura, a cuya
entrada un gordinflón de poco más que mi estatura invitaba a una visita a la
"Morada del Misterio". A lo largo de la fachada de la barraca se
alineaba, estática, perfilada en cartón piedra, la prole más inquietante que
hasta entonces, a mi edad, me había encontrado: enanos que sonreían mostrando
sus incisivos de roedor, encapuchados monjes de nariz de patata que no dejaban
de mirarte, un verdugo cuya hacha de filo enrojecido casi llegaba a gotear
auténtica sagre, un alargado aristócrata con monóculo y labios hinchados, un...
Innumerables. Quizás no fueran tantos.
Aquella construcción de púrpura rabioso era
inverosímil, brillando como un cubo mágico a la luz de unas antorchas que acababan
de encenderse. Aquel día estaba nublado.
No era la primera vez que me
acercaba a una de estas ferias ambulantes, pues siempre me han fascinado y
siempre he ido tras ellas. Me recuerdo muchas veces tomando el tren urbano y
saliendo de Berlín en pos de algún lugar del que había oído que ellos -los
magos, los adivinos- lo habían elegido en su interminable nomadismo. Pero
aquella barraca siniestra me atraía especialmente. Todo el conjunto me seducía
con sus sugerencias, que yo sabía falaces, pero en las que, precisamente por
esto, creía ver la obra de una banda de artesanos venidos del mundo de los sueños.
No recuerdo ya si fue el obeso guardián de la
mansión -¿era éste uno de los reclamos de cartón al que habían insuflado vida?-
quien me tocó el hombro y me invitó a beber algo de una copa alargada que
refulgía como si hubieran sumergido una lámpara en ella -¿llegué a hacerlo o
esto también forma parte del sueño?-, lo cierto es que yo quedé dormido a los
pocos segundos de contemplar aquella especie de diamante cegador. Mis ojos se
cerraron -o nunca lo hicieron, simplemente el mundo desapareció a mi alrededor-
y para cuando volvieron a abrirse -imposible saber cuánto tiempo después- la dimensión
que me rodeaba ya no era la nuestra.
El parque de atracciones se había
desvanecido completamente e igualmente lo habían hecho todos sus visitantes a
excepción de mí mismo; todo el bullicio se había apagado durante ese misterioso
intervalo de olvido que me había transportado hasta la nueva dimensión. Ahora
me encontraba en mitad de una senda que ascendía a lo largo de una ladera que
se me hacía interminable. Era un día nublado. Mi soledad era absoluta. El
paisaje era desolador: la ladera estaba sembrada de rocas, muchas de ellas
despedazadas; apenas existía vegetación. No se me ocurrió más que echar a andar
por la senda e iniciar mi subida a la cumbre del monte. Así, no sé cuánto
tiempo caminé antes de arribar a una llanura inmensa invadida por una niebla
espesa cuyos giros y retorcimientos modelaban formas engañosas, figuras
antropoides que me fascinaban, proyectándome hacia el mundo quimérico en cuyo
abrazo muy pronto me vi apresado.
De un confín a otro de la llanura se
multiplicaban piedras de forma semicircular que sobresalían del suelo
semejándose a lápidas olvidadas, sin nombre; tan solo extraños símbolos,
pictogramas y dibujos tallados en su superficie parecían tener el propósito de
transmitir alguna información acerca de lo que aquella tierra albergaba. Los
símbolos inscritos en la piedra correspondían a una escritura que yo no era
capaz leer pero que sí podía identificar: se trataba de los caracteres del
sánscrito, la lengua de los arios. Las figuras allí representadas pertenecían y
daban forma a algunos de los ciclos míticos de la antigua India. Identifiqué a
numerosos héroes guerreros y reyes cuya vida y actos eran cantados y narrados
en las viejas crónicas. Las figuras de aquellos colosos se recortaban en la
piedra con una claridad sorprendente; sus cuerpos musculosos -portando armas
mortíferas del pasado-, sus rostros desencajados por la furia del combate eran
un tema que se repetía de lápida en lápida. No pude salir de mi asombro al dar
con la imagen del intrépido príncipe Arjuna. También distinguí a los dioses
Agni e Indra. Los nombres de estos y muchos otros tintineaban en mi mente como
una cantinela mientras me desplazaba a través del lugar. Muchas veces había
soñado con aquellos héroes y sus batallas contra monstruos terribles. Así,
tambaleándome como embriagado de piedra en piedra, recorrí una considerable
extensión de terreno hasta llegar a campo abierto, donde ya no hube de
encontrar ninguno más de aquellos monumentos. Entre la niebla brillaban ahora pequeñas
luces desperdigadas a diestro y siniestro, como si de una señalización del
terreno se tratara. Algunas de aquellas luces permanecían inmóviles, otras se
agitaban lanzando constantes rayos en derredor, abarcando una extensión de
varios metros. Hasta donde mi vista alcanzaba, todo lo cubría una red de focos
luminosos, como diminutas estrellas que hubieran descendido sobre la llanura. Los
blancos destellos eran extraordinariamente bellos; seres incandescentes que se
transformaban generando formas antropoides que formaban haces alargados, como
brazos que se multiplicaban. Asistí, así, a una especie de surgimiento y
desvanecimiento de innumerables figuras; formas de guerreros armados que a
menudo se enfrentaban unos a otros, provocando la colisión de luces,
desencadenando un aluvión de puntos cegadores al despedazarse en el combate.
Me di cuenta, de pronto, de que toda
la llanura se encontraba salpicada de los restos de un inmenso combate. Aquí y
allá se perfilaban las corazas y los escudos abollados o despedazados, las
hojas de espadas melladas, los yelmos hundidos a golpes. De las osamentas de
los combatientes no quedaba ni rastro, como si hubieran acompañado a los
espíritus en su viaje al otro mundo. Las proporciones de todos los artilugios,
armas y aparejos, así como de todo el equipo de combate era descomunal,
cuadruplicaba al de un ser de nuestra especie. Comprendí que los que se habían
dado cita en aquel campo de batalla no eran meros hombres. En una ocasión, un
profesor estudioso de la mitología, me contó que en un mundo paralelo al
nuestro había tenido lugar un evento bélico cuyo nombre he olvidado, en el que
dos grandes razas de colosos se enfrentaron hasta destruirse mutuamente. Muchos
poetas y escultores habían imaginado ese encuentro apocalíptico que cristalizó,
entre nosotros, en cantos épicos y, sobre todo, en enormes estatuas de colosos
idealizados que aún se encontraban en muchas de las avenidas de nuestras
ciudades. ¿Qué fuerza desconocida me había arrancado de mi plano de realidad y
me había arrastrado entre los despojos de aquellos colosos que hasta entonces
solo habían habitado en mis sueños? Sentí una fuerte aprensión ante el mero
pensamiento de permanecer atrapado en aquella realidad y ser incapaz de volver
a la mía.
Fue entonces, al rodear los despojos de la que fuera
una enorme coraza cuya belleza atrajo mi atención, cuando hice el gran hallazgo
que puso fin a mi vagabundeo a través de aquella visión alucinante: sobre la
tierra, húmeda de niebla, yacía un yelmo de unas proporciones muy diferentes de
las demás. Se hubiera adaptado perfectamente a mi cráneo y, de hecho, fue mi
inmediato pensamiento que aquel objeto no había sido abandonado allí al azar,
sino que alguien -superhombre o dios- se había mantenido aguardando mi llegada
desde mucho tiempo atrás y me urgía ahora a tomar aquel trofeo. No sé cuánto
tiempo permanecí vacilante, inmóvil, sin ser capaz de apartar los ojos del
precioso yelmo. Precisamente porque el silencio en aquel campo de batalla era
total, pude identificar con toda nitidez el sonido lejano de un trueno y, a
continuación -como pronunciadas por un ser poderosísimo que se encontrara
oculto en una altura invisible-, las palabras que pusieron fin a mi inacción: ¿Quieres ser inmortal?
Inmediatamente, mi incliné con los
brazos extendidos hacia el yelmo y lo tomé con ambas manos, alzándolo por
encima de mi cabeza. El instante exacto en el que el yelmo se asentó en mis sienes
se ha disipado completamente de mi memoria; se esfumó con la niebla, con las
visiones post-apocalípticas y las ensoñaciones guerreras. Yo había vadeado
aquel océano de fantasías épicas que una vez poblaron mi adolescencia de
fabulosos guerreros a los que hubiera deseado emular, pero lo que advino a
continuación fue... mi despertar; la ruptura del sueño.
III
La mano que me sacudió ligeramente
era la de un muchacho de mi edad; uno de mis compañeros de los Wandervögel, la tropa de exploradores
juveniles en cuya compañía yo me encontraba recorriendo las zonas rurales de
Alemania, los bosques inmensos, los ríos y lagos. Una de nuestras salidas nos
había conducido a aquella ciudad norteña y a aquel parque de atracciones que
nuestros guías de más edad habían desdeñado como pasatiempo insulso y
artificioso propio del mundo moderno, pero que a mí me había atraído -ya te lo
he dicho- como la trampa de una araña. De estas "aves de paso", que
tanto significaron para mí de muchacho y en compañía de las cuales vagué a lo
largo y ancho de este país, tal vez te cuente algo en otro momento; alguno de
las historias que nos narrábamos alrededor del fuego de campamento. Los Wandervögel... En ocasiones, aún sueño
con ellos...
IV
Jörg
volverá a narrarme, estoy seguro, algún pasaje de su diario de los sueños. Otro
día que la nieve vuelva a caer…
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Dejar comentario