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domingo, 26 de diciembre de 2021

 

LA REVELACIÓN DEL ALFABETO

Relato de Alberto David Ripoll

Antes de abrir los ojos, Constantino ya intuía las finas líneas que, finalmente, vio trazadas, no sabía de qué manera, en la pared de su celda, estrecha y fría como una caverna. Los trazos puntiagudos que, en ocasiones, le sugerían pirámides que intentaran estirarse para llegar al cielo; a veces, en cambio, gorros extravagantes de alguna de las razas orientales con las que tanto había llegado a entrar en trato en años recientes. Un signo en la pared, un presagio. La noche pasada, momentos antes de tenderse en su catre, aquella mancha insinuante no estaba allí, de eso estaba seguro. ¿Qué la había causado? Había tenido un sueño que revelaba lo prodigioso; todo lo que se había estado agitando en su interior y que ahora tomaba forma, ahora se hacía realidad, allí, en aquella celda sofocada por la humedad que emanaba del lago cercano.

La interpretación cabal de los sueños era una pretensión que siempre lo había movido a risa; una creencia fabuladora que desde el principio había asociado a los pueblos bárbaros
de aquellas riberas agrestes a lo largo de cuyas sinuosidades se había perdido su existencia de los últimos años. Aquellos pueblos salvajes, ignorantes y ágrafos que, sin embargo, hacían acopio de vanidad suficiente para denominarse a sí mismos "conocedores de la palabra": slavi, eslavos; así es como gustaban llamarse, ese era su nombre tribal. Había gastado su vida prodigando la Verdad entre aquellas gentes bestiales.

El Balatón… ¿Cuántas veces, desde su niñez, lo había vislumbrado en sueños sin poder identificarlo? 
Desde su llegada al árido país se había desvivido en noches de fiebre en el proyecto de dotar a los indómitos eslavos de un alfabeto capaz de transcribir el verbo divino. Pero la lengua de los eslavos no se dejaba representar en modo alguno en el alfabeto de Bizancio, la añorada patria que lo había enviado a los mundos más remotos para que triunfara en la transmisión de la civilización allí donde sus predecesores habían fracasado. Los signos de los griegos eran incapaces de representar los salvajes fonemas de los eslavos. Hasta ahora, Constantino había aprendido todas las lenguas de los paganos; solo con los eslavos la frustración se había apoderado de él. Los fonemas de aquella gente eran tan ignotos que no encontraba caracteres en su alfabeto nativo para transcribirlos; debía inventar un nuevo sistema de signos, audaces como los osos de las nieves. Con fatiga, Constantino había pergeñado un juego de diez trazos originales, nunca antes vistos. Sin embargo, se había mostrado incapaz de establecer una diferenciación clara entre el resto de los sonidos, para los que no encontraba representación. En ocasiones tenía la impresión de que la lengua mudaba de un día para otro, de que podría consumir su existencia toda dibujando símbolos en pergaminos. A veces, Constantino se extraviaba en el bosque cercano e iba a parar a solitarios calveros en los que las figuras talladas en troncos de monstruosas deidades o guerreros le lanzaban miradas furiosas. No nos someterás

, parecían querer decirle.

Pero aquella noche última todo había cambiado. El sueño -la revelación- se había producido. Previamente, había sufrido una cadena de pesadillas. Se vio navegando por un espacio oscuro e inmenso, un mar interminable. De las aguas insondables urgían monstruos indescriptibles; criaturas bicéfalas, cornúpetas, alados demonios de ojos de fuego, licántropos y vampiros. Las creencias atroces se habían extendido entre los pueblos; la magia y la astrología.  Ruedas interminables representaban soles negros. Las fuerzas del mal, los engendros diabólicos poblaban todas las tierras desconocidas que él visitaba, todas las costas a las que arribaba. Intentaba intercambiar palabras con oscos sacerdotes que no le comprendían, escribir para ellos en caracteres griegos. Nada servía. Aquellos sacerdotes de negras túnicas eran los oficiantes de ritos malignos, portavoces del Anticristo, de los paganos. ¿Cómo convencerlos? Todas las letras que intentaba escribir en un pergamino eran garabatos irrisorios. De pronto se vio confinado en su celda, mirando hacia la ventana. Un sol dorado surgió de la nada y bañó con sus rayos todo el alfeizar. Los barrotes de hierro se desquebrajaron y comenzaron a cobrar vida. Se retorcían, saltaban, caminaban, volaban; se transformaban en delicadas figuras que transmitían mensajes, en signos vitales, palabras, oraciones.

“Tómalos uno por uno y tendrás el verbo. Con ellos escribirás la palabra de esta gente”, dijo una voz misteriosa.

Despertó. Contempló la mancha húmeda de la pared. Una letra más que se uniría a otras tantas contempladas en su sueño. Ya lo tenía. Miró hacia la ventana. La reja continuaba en su lugar, pero al lanzarse sobre el pergamino fue capaz de reproducir cada uno de los signos que le habían sido dados.

            Metodio lo supo: había comenzado una nueva era.

viernes, 19 de noviembre de 2021

 

QUISIMOS SER PARTE DE ELLOS

Relato de Alberto David Ripoll

Un contrato miserable, pero no tuvimos más remedio que aceptarlo. Ninguno de nosotros había trabajado anteriormente en aquello, éramos actores teatrales y no estábamos acostumbrados a lo que muchos denominaban “la gran vulgaridad de nuestro tiempo” y otros, aún más duros, “la gran asquerosidad”. Así que, nada de refinamiento. Aceptamos matar a aquel vampiro.

 

 
         
Cazadores de vampiros. Un trabajo pésimamente remunerado. Sobre todo si tenemos en cuenta que se nos pagaría con los devaluados marcos del Reich. Ninguno de nosotros había puesto en duda la existencia de aquellos seres. Ustedes saben, en la compañía todos éramos rusos y serbios; pero no esperábamos que precisamente en Berlín fuéramos a dar con un empresario empeñado en que acosáramos a un vurdalak. Todo en plena efervescencia de la guerra política que se desarrollaba en las calles, con toda la luminaria del Kurfürstendamm que casi nos cegaba; aunque, ciertamente, las carteleras de la ciudad se engalanaran con el cráneo pelado de Nosferatu.

            Cazar un no-muerto, cazar una sanguijuela que había logrado escapar de… Pero nosotros también habíamos huido: los bolcheviques imperaban ahora en ese país que había dejado de ser nuestra patria y que con tanta furia habíamos maldecido. Era puro milagro que aquellos demonios rojos, mil veces peores que los vampiros, no nos hubieran fusilado.

            Moscú, Odesa, Constantinopla, Belgrado… Habíamos visto mundo, pero nunca nos habíamos cruzado con la figura renqueante del vurdalak. Así que cuando llegamos a la mansión Hackendorf estábamos sumamente excitados. Herr Baumann, nuestro mánager y anfitrión, nos aseguraba que era maravillosamente convincente el destello que el miedo dejaba apreciar en nuestras miradas, en nuestra palidez y en el balbuceo de nuestros labios. Hacía tiempo que la lengua alemana había dejado de darnos problemas, pero aún nos atascábamos bastante con la sintaxis monstruosa de aquel pueblo de energúmenos engreídos.

            Pero como digo, un contrato miserable, porque ¿a qué riesgos no se enfrenta uno cazando vampiros? Mal pagados, aunque la cerveza fuera excelente. Hackendorf estaba surcado de corredores oscuros, de vueltas y revueltas y de salones inquietantes que parecían repetirse o multiplicarse. Había espejos y candelabros por todas partes, pero no luz eléctrica. Toda la mansión parecía confluir en una sala en cuyo centro se encontraba una mesa circular.

            Nadich, un joven serbio muy curtido en Chejov, fue el primero en caer. Allí, alrededor de aquella mesa siniestra, lo encontramos como desvanecido. Fue a la mañana siguiente de nuestra llegada a Hackendorf. Esto lo remarcó mucho Herr Baumann: la mañana siguiente. Pálido y seco a la mañana siguiente; en la flor de la vida. Sus ojos, oscuros como pozos, miraban la nada. Estas palabras (“oscuros como pozos, miraban la nada”) también eran de la cosecha de Baumann. “Escríbanlo ustedes mismos en un rótulo bien grande”, nos llegó a decir. Ojos oscuros… bla, bla, bla... Tuvimos incluso, por insistencia suya, que practicar caligrafía gótica. Eso fue un suplicio.

            La noche siguiente se nos llevó a la señorita Ludmila. Esta joven remilgada, maravillosa recitadora de Pushkin, era la única que ya sabía alemán aún antes de nuestra llegada a Berlín. Ella nos había dado nuestras primeras nociones del odioso idioma. Adiós, profesora. Colgaba de un perchero de su alcoba cuando la encontramos al amanecer. Hackendorf la llamaba “condesa Ludmova”. Todos abominábamos del maltrato y corrupción que aquel gordo teutón hacía de la lengua rusa, pero tuvimos que aguantarlo. La condesa Ludmova también estaba pálida. Por colgar de aquella manera tan esperpéntica no recibió más remuneración que el resto de nosotros.

            La tercera noche terminó con el cuerpo de nuestro querido Sasha, excelente cantante cincuentón bigotudo y paternal, flotando en el estanque, rodeado de nenúfares. Pero a este el maquillaje se le había corrido por efecto del agua empantanada.

            Y así, fueron cayendo unos cuantos. El vampiro no se daba tregua. Nadie hacía nada por detenerlo, solo hablábamos y hablábamos. Y hubiéramos seguido hablando de no ser porque Herr Baumann decidió bajarnos el jornal. Ese fue detonante; ni la mamarrachada del aquel guión infumable, ni las miserias de los camerinos, ni que hubiéramos tenido que escribir nosotros mismos los rótulos narrativos en letra gótica.

            Herr Baumann adujo la gran depauperación del pueblo alemán a manos de aquel odioso Tratado de Versalles y la difícil coyuntura en la que se veían inmersas todas las empresas del país. De los doce mil millones de marcos (con los que casi no podías ya pagarte el desayuno) nos impuso una bajada de… ¡Bah, sobran las palabras! Hasta los muertos comenzaron a gritar.

            Nadich,
Ludmila, Sasha… todos retornaron de sus tumbas, aunque aún sin maquillar. Deberían haberse convertido en vampiros a su vez, pero la vejación hubiera ido demasiado lejos. Exigimos la cuenta por lo que habíamos trabajado y nos quitamos de en medio. También lo camerógrafos y los maquilladores debían sufrir aquel recorte, pero ellos, al fin y al cabo, estaban en su patria y no lo llevaban tan mal. La pretensión de Herr Baumann de emular a Wilhelm Murnau solo podía acabar como acabó, en estrepitoso fracaso. Su película de vampiros llegó a estrenarse, pero no sé si consiguió salir de las barracas de feria de pueblo donde era exhibida.

            “La vulgaridad de nuestro tiempo”, según Ludmila (antes condesa Ludmova), era aquel medio explotador y chabacano que intentaba suplantar al teatro; “la gran asquerosidad”, lo llamaba también. Nadich era más joven, casi un adolescente, y lo apreciaba más que ella. Él se quedaba anonadado ante los cartelones berlineses, contemplando aquellos dibujos fantásticos de monstruos, dioses y princesas encantadas; de viajes interplanetarios, de androides dorados. Quisimos ser parte de ellos.

            Esto ocurrió hace muchos años, antes de que Berlín fuera pasto de las llamas. Sin embargo, cuando las guerrillas callejeras cobraban fuerza, cuando los líderes demagógicos hablaban desde sus púlpitos y agitaban a las masas, a veces, en la noche, bajo la lluvia, en calles solitarias, me parecía escuchar –o sentir- a un ejército de vurdalaks, de muertos vivientes, que marchaba a mi espalda.

lunes, 25 de octubre de 2021

 

LA RUPTURA DEL SUEÑO

Relato de Alberto David Ripoll    

I

Jörg me contó una de sus historias, uno de sus sueños. Deseaba hacerlo, simplemente. Habíamos estado en el cine esa misma tarde, viendo una de las últimas locuras expresionistas de aquellos días. En Berlín había nevado. Jörg quería hablar, no había bebido demasiado, pero su lengua se había desatado…   

 

II

De una forma u otra me estás pidiendo que lo haga, así que no lo voy a demorar más. Te lo contaré todo. Te lo leeré en voz alta, para que te haga el efecto de una saga, una leyenda; aunque no nos encontremos al calor de la hoguera en el corazón del bosque, ni en una cueva al resguardo de la tormenta. Has disfrutado con El gabinete de las figuras de cera, ¿verdad? Yo, no especialmente. No es una mala película, claro que no -¿cómo podría serlo cuando se deja ver en ella nuestro admirado Conrad Veidt?-, pero no creo que nada de lo que en ella se muestra llegue penetrar en mis sueños, a  enredarse en ellos. Ahora escucha.

            Una vez, hace mucho tiempo -era niño aún, aunque a un paso de la adolescencia- me extravié en un parque de atracciones en la costa del Mar del Norte. Extraviarme es decir demasiado, pues en realidad hice todo lo posible por perder de vista a mis amigos con toda la intención del mundo. Multitudes, ruido, humo y algunas risas. Así avancé por ese mar humano en el que los sentimientos y los pensamientos casi se respiraban en medio de aquellas interminables avenidas de barracas que ofrecían, además de humoradas y chucherías, la inquietante sorpresa de algún ser deforme o de algún tarado  pervertido. De esta manera, terminé ante un edificio de madera muy llamativo, todo pintado de púrpura, a cuya entrada un gordinflón de poco más que mi estatura invitaba a una visita a la "Morada del Misterio". A lo largo de la fachada de la barraca se alineaba, estática, perfilada en cartón piedra, la prole más inquietante que hasta entonces, a mi edad, me había encontrado: enanos que sonreían mostrando sus incisivos de roedor, encapuchados monjes de nariz de patata que no dejaban de mirarte, un verdugo cuya hacha de filo enrojecido casi llegaba a gotear auténtica sagre, un alargado aristócrata con monóculo y labios hinchados, un... Innumerables. Quizás no fueran tantos.

Aquella construcción de púrpura rabioso era inverosímil, brillando como un cubo mágico a la luz de unas antorchas que acababan de encenderse. Aquel día estaba nublado.

            No era la primera vez que me acercaba a una de estas ferias ambulantes, pues siempre me han fascinado y siempre he ido tras ellas. Me recuerdo muchas veces tomando el tren urbano y saliendo de Berlín en pos de algún lugar del que había oído que ellos -los magos, los adivinos- lo habían elegido en su interminable nomadismo. Pero aquella barraca siniestra me atraía especialmente. Todo el conjunto me seducía con sus sugerencias, que yo sabía falaces, pero en las que, precisamente por esto, creía ver la obra de una banda de artesanos venidos del mundo de los sueños.

No recuerdo ya si fue el obeso guardián de la mansión -¿era éste uno de los reclamos de cartón al que habían insuflado vida?- quien me tocó el hombro y me invitó a beber algo de una copa alargada que refulgía como si hubieran sumergido una lámpara en ella -¿llegué a hacerlo o esto también forma parte del sueño?-, lo cierto es que yo quedé dormido a los pocos segundos de contemplar aquella especie de diamante cegador. Mis ojos se cerraron -o nunca lo hicieron, simplemente el mundo desapareció a mi alrededor- y para cuando volvieron a abrirse -imposible saber cuánto tiempo después- la dimensión que me rodeaba ya no era la nuestra.  

            El parque de atracciones se había desvanecido completamente e igualmente lo habían hecho todos sus visitantes a excepción de mí mismo; todo el bullicio se había apagado durante ese misterioso intervalo de olvido que me había transportado hasta la nueva dimensión. Ahora me encontraba en mitad de una senda que ascendía a lo largo de una ladera que se me hacía interminable. Era un día nublado. Mi soledad era absoluta. El paisaje era desolador: la ladera estaba sembrada de rocas, muchas de ellas despedazadas; apenas existía vegetación. No se me ocurrió más que echar a andar por la senda e iniciar mi subida a la cumbre del monte. Así, no sé cuánto tiempo caminé antes de arribar a una llanura inmensa invadida por una niebla espesa cuyos giros y retorcimientos modelaban formas engañosas, figuras antropoides que me fascinaban, proyectándome hacia el mundo quimérico en cuyo abrazo muy pronto me vi apresado.

            De un confín a otro de la llanura se multiplicaban piedras de forma semicircular que sobresalían del suelo semejándose a lápidas olvidadas, sin nombre; tan solo extraños símbolos, pictogramas y dibujos tallados en su superficie parecían tener el propósito de transmitir alguna información acerca de lo que aquella tierra albergaba. Los símbolos inscritos en la piedra correspondían a una escritura que yo no era capaz leer pero que sí podía identificar: se trataba de los caracteres del sánscrito, la lengua de los arios. Las figuras allí representadas pertenecían y daban forma a algunos de los ciclos míticos de la antigua India. Identifiqué a numerosos héroes guerreros y reyes cuya vida y actos eran cantados y narrados en las viejas crónicas. Las figuras de aquellos colosos se recortaban en la piedra con una claridad sorprendente; sus cuerpos musculosos -portando armas mortíferas del pasado-, sus rostros desencajados por la furia del combate eran un tema que se repetía de lápida en lápida. No pude salir de mi asombro al dar con la imagen del intrépido príncipe Arjuna. También distinguí a los dioses Agni e Indra. Los nombres de estos y muchos otros tintineaban en mi mente como una cantinela mientras me desplazaba a través del lugar. Muchas veces había soñado con aquellos héroes y sus batallas contra monstruos terribles. Así, tambaleándome como embriagado de piedra en piedra, recorrí una considerable extensión de terreno hasta llegar a campo abierto, donde ya no hube de encontrar ninguno más de aquellos monumentos. Entre la niebla brillaban ahora pequeñas luces desperdigadas a diestro y siniestro, como si de una señalización del terreno se tratara. Algunas de aquellas luces permanecían inmóviles, otras se agitaban lanzando constantes rayos en derredor, abarcando una extensión de varios metros. Hasta donde mi vista alcanzaba, todo lo cubría una red de focos luminosos, como diminutas estrellas que hubieran descendido sobre la llanura. Los blancos destellos eran extraordinariamente bellos; seres incandescentes que se transformaban generando formas antropoides que formaban haces alargados, como brazos que se multiplicaban. Asistí, así, a una especie de surgimiento y desvanecimiento de innumerables figuras; formas de guerreros armados que a menudo se enfrentaban unos a otros, provocando la colisión de luces, desencadenando un aluvión de puntos cegadores al despedazarse en el combate.

            Me di cuenta, de pronto, de que toda la llanura se encontraba salpicada de los restos de un inmenso combate. Aquí y allá se perfilaban las corazas y los escudos abollados o despedazados, las hojas de espadas melladas, los yelmos hundidos a golpes. De las osamentas de los combatientes no quedaba ni rastro, como si hubieran acompañado a los espíritus en su viaje al otro mundo. Las proporciones de todos los artilugios, armas y aparejos, así como de todo el equipo de combate era descomunal, cuadruplicaba al de un ser de nuestra especie. Comprendí que los que se habían dado cita en aquel campo de batalla no eran meros hombres. En una ocasión, un profesor estudioso de la mitología, me contó que en un mundo paralelo al nuestro había tenido lugar un evento bélico cuyo nombre he olvidado, en el que dos grandes razas de colosos se enfrentaron hasta destruirse mutuamente. Muchos poetas y escultores habían imaginado ese encuentro apocalíptico que cristalizó, entre nosotros, en cantos épicos y, sobre todo, en enormes estatuas de colosos idealizados que aún se encontraban en muchas de las avenidas de nuestras ciudades. ¿Qué fuerza desconocida me había arrancado de mi plano de realidad y me había arrastrado entre los despojos de aquellos colosos que hasta entonces solo habían habitado en mis sueños? Sentí una fuerte aprensión ante el mero pensamiento de permanecer atrapado en aquella realidad y ser incapaz de volver a la mía.

Fue entonces, al rodear los despojos de la que fuera una enorme coraza cuya belleza atrajo mi atención, cuando hice el gran hallazgo que puso fin a mi vagabundeo a través de aquella visión alucinante: sobre la tierra, húmeda de niebla, yacía un yelmo de unas proporciones muy diferentes de las demás. Se hubiera adaptado perfectamente a mi cráneo y, de hecho, fue mi inmediato pensamiento que aquel objeto no había sido abandonado allí al azar, sino que alguien -superhombre o dios- se había mantenido aguardando mi llegada desde mucho tiempo atrás y me urgía ahora a tomar aquel trofeo. No sé cuánto tiempo permanecí vacilante, inmóvil, sin ser capaz de apartar los ojos del precioso yelmo. Precisamente porque el silencio en aquel campo de batalla era total, pude identificar con toda nitidez el sonido lejano de un trueno y, a continuación -como pronunciadas por un ser poderosísimo que se encontrara oculto en una altura invisible-, las palabras que pusieron fin a mi inacción: ¿Quieres ser inmortal?

            Inmediatamente, mi incliné con los brazos extendidos hacia el yelmo y lo tomé con ambas manos, alzándolo por encima de mi cabeza. El instante exacto en el que el yelmo se asentó en mis sienes se ha disipado completamente de mi memoria; se esfumó con la niebla, con las visiones post-apocalípticas y las ensoñaciones guerreras. Yo había vadeado aquel océano de fantasías épicas que una vez poblaron mi adolescencia de fabulosos guerreros a los que hubiera deseado emular, pero lo que advino a continuación fue... mi despertar; la ruptura del sueño.

 

III

            La mano que me sacudió ligeramente era la de un muchacho de mi edad; uno de mis compañeros de los Wandervögel, la tropa de exploradores juveniles en cuya compañía yo me encontraba recorriendo las zonas rurales de Alemania, los bosques inmensos, los ríos y lagos. Una de nuestras salidas nos había conducido a aquella ciudad norteña y a aquel parque de atracciones que nuestros guías de más edad habían desdeñado como pasatiempo insulso y artificioso propio del mundo moderno, pero que a mí me había atraído -ya te lo he dicho- como la trampa de una araña. De estas "aves de paso", que tanto significaron para mí de muchacho y en compañía de las cuales vagué a lo largo y ancho de este país, tal vez te cuente algo en otro momento; alguno de las historias que nos narrábamos alrededor del fuego de campamento. Los Wandervögel... En ocasiones, aún sueño con ellos...

 

IV

Jörg volverá a narrarme, estoy seguro, algún pasaje de su diario de los sueños. Otro día que la nieve vuelva a caer…

           

 

 

           

           

           

martes, 7 de septiembre de 2021

 

INTELECTUAL, FILÓSOFO… ASESINO DE MASAS.

(Relato de Alberto David Ripoll)

 


Creo que no carezco de sentido del humor. Durante mis años berlineses me permití más de una visita al cabaret y mucho me costó, en ocasiones, no reírle los chistes al clown de turno que parodiaba los avatares de la vida política de la Alemania de Weimar, por más que esos chisten fueran vulgares y el sentido de la broma más que obvio. Claro que yo era un hombre mucho más joven; otra persona.

            El caso es que, hace pocos días, recibí la visita de un veterano de aquel mundo pretérito; un inflamador de las noches del Berlín prehitleriano, un auténtico camaleón político, además de un tremendo caradura. Se trata de Dirk Hagenau -la grafía es imprecisa o, simplemente, completamente rehecha, ya que su pasaporte ha experimentado diversas transformaciones y sufrido retoques necesarios para facilitarle su arribada a este país-; un superviviente nato del torbellino centroeuropeo. Prefiero no indagar en lo que llegó a hacer durante la guerra -dejemos de lado si simpatizó o no con el nazismo-; quiero decir que prefiero no enterarme de los líos en los que pudo verse involucrado y a qué personas y favores debidos tuvo que recurrir para escapar, tras el  hundimiento final, a los sabuesos del Ejército Rojo que le pisaban los talones a todo ciudadano de habla alemana mínimamente sospechoso de coquetear con el viejo régimen. Y por supuesto, no deseo enterarme de a cuántas personas pudo llegar a salvar o a traicionar.

            Dirk tiene, eso sí, un gran sentido del humor y es muy gracioso. No en vano trabajó como cómico en diversos locales nocturnos de Berlín. Solía contar chistes y ejecutar parodias. También dibujaba con mucha gracia, siendo que sus caricaturas, aunque aparecidas en publicaciones de poca monta, dejaban identificar muy claramente al desgraciado político, general o banquero que caía bajo la red de su saña. Ni que decir tiene que con la llegada de los nacionalsocialistas se le acabaron los días de gloria. Sobrevivió porque nunca se ensañó especialmente con las fuerzas conservadoras, habiendo zaherido con sus pullas tanto a un polo político como al otro. También tuvo siempre algo de espíritu oportunista, así que cuando se le ofreció la ocasión de medrar confeccionando chistes gráficos en los que deformaba hasta la perversión a judíos y a personalidades liberales, no le resultó demasiado difícil cambiar de barco y saltar a una nave más prometedora que lo condujera a un puerto más seguro.

Pero de esto hace ya muchos años y en la actualidad mi amigo no se mete con nadie que pueda hacerle daño. Sabe que los signos cambian, que los caudillos no son eternos. Su actual preocupación principal es asegurar su futuro y mostrarse adulador únicamente en lo mínimamente necesario. Hablar bien del régimen actual en los encuentros profesionales sí, por supuesto; pero nada de señalarse a sí mismo en presencia de diplomáticos extranjeros.

            El cúmulo de extravagancias que conforman la biografía de Dirk se culmina con su lugar de nacimiento. Su ascendencia parece ser completamente alemana, pero tuvo la mala fortuna de venir al mundo en la ciudad de Reval; llamada Tallin por los estonios. Esta ciudad ha atravesado muchas penurias y avatares históricos: ocupación nazi despiadada, destrucción en la guerra y, finalmente, comunismo carroñero. Pero este ciclo a Dirk ya parece traerle sin cuidado.

Supongo que Reval poseerá sus encantos y maravillas. Sin embargo, hay dos hijos suyos –sin contar a Dirk, claro- que me provocan una indecible repulsión, una desconfianza frente a los diletantes que demasiadas veces toman en sus manos los destinos de las naciones. Tengo algunos conocidos aquí en Madrid – aún en este extraño año de 1955, con tantos cambios como estamos viviendo- que han caído en la trampa de la fascinación esotérica; gente que no es capaz de hacer distinción entre un filósofo de verdad, por un lado, y un charlatán divagador, propagador de materias intrascendentes, por el otro. Esto último es de lo que más tiene el personaje al que ahora, inevitablemente, voy a referirme; hijo, como digo de Reval.

            Fue hace un par de días, durante una de las visitas de Dirk, cuando volví a escuchar el nombre de Alfred Rosenberg, el filósofo –llamémoslo así-, el intelectual y teórico del nacionalsocialismo. Fue más que una mera rememoración del personaje; fue como si lo hubiera tenido de paso por mi casa, una aparición fantasmal. Pude verlo y, por primera vez en mi vida, escucharlo, tras muchos años de haberlo leído.

Yo poseo un proyector de cine en el que, privadamente, suelo pasarme las viejas películas mudas de mis tiempos; esas que, junto con los libros, me han convertido en el monstruito que soy. Las amenizo poniendo algún disco de Richard Wagner, Carl Orff o quien me apetezca, dependiendo del argumento y de mi estado anímico


Pero qué sorpresa cuando Dirk se presentó en mi casa, todo sonriente, proponiéndome un viaje al pasado. Traía consigo un rollo de película que no se qué conocido suyo había salvado de unos archivos berlineses. Se trataba de una breve filmación en la que Rosenberg, sentado ante su escritorio, se presenta a sí mismo a un público al que no vemos y relata su vida a grandes rasgos: nacido en la ciudad hanseática de Reval -Dirk aplaudió al mencionarse su patria chica- en los tiempos en los que ésta formaba parte del Imperio Ruso. Rosenberg habla de su amor por el arte y la cultura, sus vivencias tras el estallido de la guerra del 14 y la Revolución Rusa, su llegada a Alemania y, finalmente, su empeño inquebrantable de luchar contra el marxismo y el judaísmo. Más o menos ahí finaliza la filmación, que aunque no llega a treinta minutos, me resultó pesada; el sonido horrible.

El caso es que cuando Dirk concluyó la proyección se levantó, enciendió la luz y, posicionándose con aire solemne ante la pantalla iluminada por el foco, clamó, imitando fielmente la voz de Rosenberg: "Y termino mis días en Núremberg colgado por el pescuezo". Y sueltó su risita de muñeco de ventrílocuo; la que tenía en sus días de cabaretero. Incluso imitó a continuación los jadeos de una persona estrangulada por una soga. Humor asqueroso.

Es sabido que Alfred Rosenberg murió ajusticiado en Núremberg, acusado de crímenes contra la humanidad. También escribió numerosos trabajos sobre historia, arte y filosofía mediante los cuales intentó sistematizar la doctrina nacionalsocialista.

            ¿Ha leído alguien Der Mythus des 20. Jahrhunderts  -El mito del siglo XX-, la magna obra del señor Rosenberg? No poseemos traducción alguna a nuestra lengua por lo que yo sé, así que quien no conozca el alemán deberá recurrir a alguna de las versiones disponibles en otros idiomas. A quien no la haya leído yo lo felicito; porque es pesadísima, insufrible, inasimilable -como esos elementos raciales que tanta repugnancia provocaban a su autor-; un fárrago de más de setecientas páginas pretendiendo dar crédito una peculiarísima teoría, a saber: que toda la historia de la humanidad es una pugna constante entre la raza nórdica y la semítica y que el único pueblo digno de llevar a cabo la unión de Europa es el alemán. Ese mito al que se refiere es la sangre; como si en los glóbulos se gestaran las ideas que engendran las civilizaciones. En varias ocasiones he intentado encontrar un mínimo de sentido en el maremágnum de fechas y cifras que dan forma a la criatura del doctor Rosenberg, al cual me imagino en una noche de tormenta con el cielo centelleante de actividad eléctrica, rasgando el papel con su pluma y gritando al final de cada párrafo: ¡It´s alive! ¡It´s alive!; como el doctor Frankenstein en la película de Whale.

            A Rosenberg yo lo definiría como un spengleriano de pacotilla. Su libro es un remedo mediocre de La decadencia de Occidente. Da la impresión de querer lucirse ante un grupo de estudiantes de filosofía, logrando únicamente que todo el mundo abandone el aula corriendo tan pronto como el autor amague una lectura en voz alta. Durante el III Reich fue un libro muy editado, pero poco leído. Rosenberg fue sin duda un hombre cultivado, pero eso no impidió que se comportara como un vil matarife en los cargos oficiales que aceptó, sobre todo el de ministro para los territorios orientales ocupados por el ejército alemán. Allí se ensañó cruelmente con su tierra natal rusa. Además, se dedicó a rapiñar las obras de arte de los países ocupados.

            Y con este tipo me he vuelto a encontrar al cabo de los años. Mi ejemplar de su “obra maestra” lo adquirí en Berlín allá por 1932. Nunca pensé que llegaría a escuchar su voz.

            Dirk no dejó descansar su sentido del humor, que con los años se ha vuelto tremendamente malsano, y continuó haciendo chistes con las ejecuciones de los colaboracionistas, repasando los indignos finales de los jefezuelos de los gobiernos pro nazis en los países ocupados: Quisling, Tiso, Laval...

            No, no encuentro divertida la suerte del autor de El mito del siglo XX -abandonado por los dioses de Asgard, pero sé que si fue ejecutado es porque fue el responsable directo de la muerte de miles de seres humanos –tal vez, algunos de ellos fueran compañeros suyos de sus años de estudiante en Riga- y no por las pedanterías  de su insoportable mamotreto.

            Volviendo a Reval: como antes dije, hay otra "sobresaliente" figura de esta ciudad –educado en ella, aunque austríaco de nacimiento- que se ha ganado mi desdén: el Barón Ungern-Sternberg, un sanguinario aventurero que acabó también ante un piquete de ejecución. Cuando Dirk menciona su ciudad natal, yo siempre lo provoco evocando a este personaje junto con Rosenberg. Él se defiende recordándome que también el actor Iván Triesault -¿de dónde lo sacaría Hitchcock?- era de Reval. Es verdad y, aunque éste no era un talento fuera de serie, atempera el mal sabor de boca que dejan sus otros dos paisanos.

            La tarde otoñal avanza fría, mientras Dirk y yo nos vamos emborrachando, cada uno en un sillón, mientras vemos por centésima vez el Nosferatu de Murnau. Soledad y   oscuridad en las calles. Las farolas sacudidas por el viento. El pasado, Europa devastada y habitada por monstruos.