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martes, 28 de septiembre de 2021

 

EL GENIAL Y DEMENCIAL LUZHIN.

LA DEFENSA (Vladímir Nabokov)

Por Alberto David Ripoll

En la vieja Unión Soviética el ajedrez era considerado esencial para la educación de las masas. Es clásica la fotografía en la que Lenin se bate frente al tablero con Vladímir Bogdanov –científico bolquevique y escritor de ciencia ficción- mientras el novelista Máximo Gorki los contempla meditando sus jugadas, en absoluta abstracción-. Sin embargo, la pasión rusa por este juego que no es un juego se remonta a tiempos anteriores a la revolución.


            Detrás del ajedrez se agrupan toda una serie de símbolos, de lecturas sociológicas, de gestos y posturas políticas que han venido variando con los tiempos. En los años ochenta del siglo XX, muchos seguimos el enfrentamiento entre Kárpov y Kaspárov, ambos soviéticos. Se suponía -así lo sostiene el propio Kaspárov en su obra Hijo del cambio- que la jugada de este último representaba una innovación que rompía con las maneras conservadoras y anquilosadas de su contrincante, niño mimado por la nomenklatura soviética. Kaspárov era la apertura, un gesto a favor de la Perestroika.

            Juego de genios, de semidioses intelectuales. Sin embargo, surge también una pregunta: ¿Son titanes de la inteligencia los que se entregan exclusivamente al ajedrez, como eje único de sus vidas, o son sociópatas obsesos, egocéntricos prisioneros de mundos interiores que son incapaces de compartir con sus semejantes?

            En su novela La defensa, el escritor ruso Vladímir Nabókov indaga en las interioridades alucinantes de la mente de Luzhin, un genio del ajedrez cuya infancia había transcurrido en un voluntario enclaustramiento en la soledad y el mutismo –carente de amistades y una casi una absoluta carencia de comunicación con sus progenitores-; especie de marginado que, por una pura casualidad, descubre el enigmático juego del ajedrez y lo convierte en la única razón de su existencia de  adolescente desarraigado. Colegial sin brillantez ni talento para prácticamente ninguna asignatura, ve cómo se le revela una extraña inteligencia o don oculto para trazar en segundos las más complejas combinaciones. No tarda en revelarse como un genio fuera de serie, objeto de la atención y admiración de toda la Europa ajedrecística; para terminar sus años de juventud batiéndose con figuras de renombre internacional.

            Nabókov -como en toda su obra perteneciente a su primera etapa narrativa, en la que aún no ha abandonado la lengua rusa- nos lleva de paseo por los ambientes burgueses de la Rusia anterior a la revolución de 1917 y, posteriormente, por el mundo de los expatriados rusos residentes en las grandes capitales de Europa; en este caso Berlín, donde el propio autor vivió durante muchos años de su juventud escribiendo para revistas literarias conocidas únicamente por los círculos rusófonos. Al contrario que a Nabókov, a Luzhin no le espera el éxito; pasados sus años de gloria -durante los cuales nada hizo aparte de lucirse en partidas de ajedrez como estrella de un mundo demasiado hermético y dominado por los adultos-, sin especialidad profesional alguna, sobrevive oscuramente componiendo problemas de ajedrez para las revistas y periódicos. Por lo demás, un inútil que apenas ha aprendido a atarse los zapatos; tosco, desaseado, introvertido y sin modales. La incapacidad del personaje para las relaciones sociales se hará aún más manifiesta cuando aparezca en su vida la primera mujer que se enamore de él. El mundo obsesivo, casi alucinatorio, del ajedrez será la madeja de hilos enredados que acabará por estrangular su relación y su intento final de afianzarse en una vida normal.

            Me hago una pregunta: ¿Por qué un ser como Luzhin abandonaría la recién fundada Unión Soviética? ¿No habría sido más feliz viviendo como genio declarado del arte estrella comunista dentro de la nueva nación? Alguien como él no habría necesitado más que una pequeña habitación -celda monástica, más o menos- y un tablero de ajedrez para sentirse pleno. Eso hubiera sido una alternativa mucho más esperanzadora que el vagabundeo por la Europa capitalista como paria eterno.

martes, 14 de septiembre de 2021

 

EL ARDOR GUERRERO DEL ALFÉREZ CHRISTOPH RILKE

Por Alberto David Ripoll

El espíritu heroico y belicoso que dominó Alemania desde la fundación del II Reich hasta 1945 es hoy difícilmente comprensible y ha sido, de hecho, vilipendiado y ridiculizado a partir de la fundación de la República Federal Alemana. Desde la caída del régimen nacionalsocialista Alemania se empeñó en transmitir al mundo la idea de que un nuevo país -democrático y pacifista- había nacido de las cenizas que el anterior -belicoso y agresivo- había dejado esparcidas por el centro y el este de Europa; como si el peso de toda la historia anterior de la nación no contara para nada y nada tuvieran ya que ver sus habitantes con ella. Una nueva era comenzaba para un país que habría de afianzarse como una potencia económica de primer orden mundial con una democracia sólidamente consolidada y un absoluto respeto por los derechos humanos; además de un distanciamiento escrupuloso de los símbolos nacionales extremos. Bienestar, cosmopolitismo y democracia caracterizaron a la República Federal Alemana durante décadas.

            En las décadas finales del siglo XIX y las primeras del XX, el espíritu que reinaba en el Imperio Alemán era bien diferente. Una juventud apasionada, lectora de poesía y filosofía, había contemplado la transformación de su patria -antaño dividida en reinos más bien insignificantes y provincianos- en una gran potencia militar que se tenía por heredera del ardor guerrero de los antiguos príncipes germanos y que había sido capaz de derrotar a la vecina y poderosa Francia en la guerra de 1870-71 y erigirse en una potencia temible capaz de expandirse más allá del continente europeo con colonias en África y Oceanía que plantaran cara al mismísimo Imperio Británico.

            El II Reich alemán conservaba -a pesar de la fuerte industrialización del país y de la pujanza de los grandes magnates del acero y el gran poder de la banca- unas estructuras sociales arcaicas y feudales en las que la nobleza y los altos mandos del ejército marcaban las directrices de la vida de la nación con su poder prácticamente incontestable. El período que los historiadores conocen como Paz Armada duró 44 años. Desde el final de la Guerra Franco-Prusiana de 1870 Alemania no se había vuelto a involucrar en ningún conflicto bélico en Europa, lo que, para una nación que se había forjado en el ideal romántico y caballeresco de la guerra transmitía la impresión de que su sociedad se oxidaba y decaía envuelta en el afeminamiento del confort que los grandes avances científicos e industriales proporcionaban. Así, la guerra quedó idealizada. La literatura y la poesía alemanas -grandiosas de por sí- comenzaron a exaltar el espíritu del guerrero, a invocar una nueva Atenas que debía encontrar en Berlín su espíritu renacido. El viejo espíritu de los Caballeros de la Orden Teutónica fue repetidamente invocado por innumerables pensadores alemanes.

            Se dijo de los soldados alemanes que en su petate llevaban siempre un ejemplar del Zaratustra de Nietzsche y del Fausto de Goethe. Probablemente se trataba de un mito divulgado para enderezar el espíritu bélico durante las batallas de la Primera Guerra Mundial. De cualquier manera el mito era perfectamente aceptable en una sociedad que dos años antes del estallido de la gran contienda había leído con tanta pasión un librito de poesía titulado Die Weise von Liebe und Tod des Cornets  Christoph Rilke (La canción de amor y muerte del abanderado Christoph Rilke), al que le estaba esperado un éxito si
n precedentes en la historia de la lírica europea; una obra, precisamente, de tema bélico que hubiera sido más bien impensable en casi cualquier otro país de la Europa de entonces y cuyo autor era un poeta de 24 años llamado Rainer Maria Rilke; aún prácticamente desconocido fuera de los círculos literarios. Se trata de una narración en prosa poética dinámica, rítmica y llena de simbología referente al mundo del guerrero, la religión y la amistad de campamento que cuenta la historia de dos compañeros de armas -uno alemán, otro francés- los cuales toman parte en la llamada "Guerra contra los Turcos" (Siglo XVII, uno de los numerosos encontronazos violentos entre el imperio de los Habsburgo y el de los otomanos).

            De principio a fin de la narración todo es una continua cabalgada a través de las llanuras centroeuropeas, en pos de los turcos. Aguas empantanadas, cabañas miserables; apenas vegetación, apenas construcciones arquitectónicas de mención. Los dos jóvenes guerreros protagonistas cabalgan, acampan y hablan fugazmente de sus vidas pasadas, de lo que dejaron atrás. El alemán es Christoph Rilke, un supuesto antepasado del autor, con el cual éste se identifica plenamente hasta dejar su vida confundirse con la del personaje idealizado. La melancolía domina la historia, la soledad, la ausencia de la mujer salvo en el recuerdo (esa amada Magdalena que Christoph tiene en la cabeza todo el tiempo y que acaba por identificar con la Virgen María).

            El largo poema se supone escrito todo de un tirón tras una súbita inspiración que ocupó a Rilke una noche entera del año 1899; es decir, trece años antes de su publicación y gran éxito. Una noche en la que los rayos de la luna iluminaron las cuartillas del joven que, muchos años después, en su edad madura escribiría los bellísimos Sonetos a Orfeo y las Elegías de Duino, obras llenas de misterio y misticismo muy alejadas del universo heroico que lo absorbió aquella inolvidable víspera de fin de siglo.

            El espíritu de soldado y la idealización de la guerra quedaron asentados en Alemania hasta 1945; año en el que toda una era terminó bajo los escombros de la II Guerra Mundial y una nueva concepción del mundo y de la sociedad alemana y europea occidental -el del pacifismo a ultranza y la democracia junto con el estado de bienestar- se impusieron en las décadas subsiguientes hasta la actualidad. En este contexto, La canción de amor y muerte se encontraba más bien fuera de lugar y quedó fuera del círculo de obras de Rilke consideradas imprescindibles, en beneficio de un poeta más espiritual y recogido.

            Sin embargo, la pérdida del ardor guerrero no parece que le haya restado sentido ni belleza al poema. Hasta 2006 se estiman más de un millón de ejemplares editados conteniendo únicamente esta narración. Hoy, el espíritu europeísta parece haber retrocedido en Alemania y una nueva juventud ha roto viejos tabúes; se muestra mucho más la bandera en público, se llama más a su país por su nombre (Alemania, y no con el simple y desapasionado "República Federal"); se desconfía de la moneda única y se rechazan los rescates económicos de países en banca rota. Del miedo al islam, mejor no hablar.

 

miércoles, 8 de septiembre de 2021

 

DE LEYENDAS Y VERSOS SUS SUEÑOS TRABADOS

(Poema de Alberto David Ripoll)

I

De leyendas y versos

sus sueños trabados

a través de la llanura bajo centellas de escarcha

trotaba solitario un príncipe guerrero

de regreso a su patria.

Una niebla real o soñada de recuerdos

y presagios

su pensamiento confundía

como palabras de enigmas

de una falaz hechicera.

Los rasgos difusos de una amada doncella

princesa de su patria

lo agotaban con falsas visiones de caminos floridos

y senderos de fábula a través del bosque.

Mas aquella región era el páramo seco

de la estepa maldita y de Dios olvidada.

 

II

De leyendas y versos

sus sueños trabados

cabalgó el guerrero

a través de un bosque de abedules inmensos,

infinitos dedos infernales,

de gigantes moribundos el cielo parecían querer desgarrar

y a cada golpe en la hierba que su caballo asestaba

un poco más atrás con un gracias a Dios

el páramo maldito dejaba.

Así, con los ojos inundados de lágrimas

a una posada generosa llegó

como oasis bendito a su corazón ofrecida.

Allí el posadero a la mejor cámara le guió

despreciando las cuatro monedas de oro

que la efigie de un zar poderoso

lucían brillando en su mano cual encantamiento.

 

"Honor es más bien para todos tenerte con nos,

valiente guerrero

y dormirás esta noche olvidando todo pesar... ".

 

III

De leyendas y versos

sus sueños trabados

la habitación le acogió con cálido abrazo,

llamas silentes en el hogar amistoso

como duendes danzaban

ante sus ojos.

Y sobre trabajada repisa de caoba

centelleaba el icono dorado

de la Madre de Dios,

y allí junto a él

el retrato perfecto de una rubia joven

de incomparable belleza.

Y algo despertó en el corazón del guerrero,

recuerdos del paisaje de antaño, su tierra,

los días de su infancia con ríos y lagos

y caminos del bosque.

 

"¿Quién es ella? La más preciosa princesa que

zar alguno engendrara. ¿Una rusalka?"

 

Mas el posadero nada a decir acertó

y allí cundió el silencio  

hasta el momento del sueño.

 

IV

De leyendas y versos

sus sueños trabados

se rindió el guerrero al abrazo de la callada virgen,

sus suaves y níveas manos así lo empujaron

a ese limbo -témpano o nube-

de donde ya no se vuelve,

Imperio del Claro del Bosque,

luz que se extingue de una cabaña en la maleza.

Oh voz del guerrero:

 

"En los días de infancia

tú estuviste a mi lado,

tú corriste conmigo por prados eternos

y casi llegué a amarte,

mas yo maduré demasiado deprisa

y hube de abandonar ese cielo perfecto

en que ambos morábamos,

mas ahora vuelvo a tu lado".

 

Y así hay reencuentro,

y así hay labio y mejilla,

y en la cópula última

se adentra el guerrero en un sueño insalvable

donde nostalgias se amansan

y parece el Edén un día abruptamente dejado.

 

“Ahora, esta vez, al fin, para siempre...”

 

V

Pero poco el sueño dura,

amargamente despierta,

el calor de la sangre su garganta toda inunda,

abrasado por dentro y por fuera por una fiebre misteriosa,

dolor infinito desde sus venas

abiertas por la mordedura de la amada…

una sombra maligna… una bruja…

vurdalak de los bosques más recónditos.

 

“Rusia, eres sombría, tierra oscura y triste,

eres bella, una joya, tienes un brillo dorado que nos deja ciegos,

y una maldición, eso eres”.

 

De leyendas y versos

sus sueños trabados,

bajo la hierba fresca yace el guerrero.

 

 

 

martes, 7 de septiembre de 2021

 

INTELECTUAL, FILÓSOFO… ASESINO DE MASAS.

(Relato de Alberto David Ripoll)

 


Creo que no carezco de sentido del humor. Durante mis años berlineses me permití más de una visita al cabaret y mucho me costó, en ocasiones, no reírle los chistes al clown de turno que parodiaba los avatares de la vida política de la Alemania de Weimar, por más que esos chisten fueran vulgares y el sentido de la broma más que obvio. Claro que yo era un hombre mucho más joven; otra persona.

            El caso es que, hace pocos días, recibí la visita de un veterano de aquel mundo pretérito; un inflamador de las noches del Berlín prehitleriano, un auténtico camaleón político, además de un tremendo caradura. Se trata de Dirk Hagenau -la grafía es imprecisa o, simplemente, completamente rehecha, ya que su pasaporte ha experimentado diversas transformaciones y sufrido retoques necesarios para facilitarle su arribada a este país-; un superviviente nato del torbellino centroeuropeo. Prefiero no indagar en lo que llegó a hacer durante la guerra -dejemos de lado si simpatizó o no con el nazismo-; quiero decir que prefiero no enterarme de los líos en los que pudo verse involucrado y a qué personas y favores debidos tuvo que recurrir para escapar, tras el  hundimiento final, a los sabuesos del Ejército Rojo que le pisaban los talones a todo ciudadano de habla alemana mínimamente sospechoso de coquetear con el viejo régimen. Y por supuesto, no deseo enterarme de a cuántas personas pudo llegar a salvar o a traicionar.

            Dirk tiene, eso sí, un gran sentido del humor y es muy gracioso. No en vano trabajó como cómico en diversos locales nocturnos de Berlín. Solía contar chistes y ejecutar parodias. También dibujaba con mucha gracia, siendo que sus caricaturas, aunque aparecidas en publicaciones de poca monta, dejaban identificar muy claramente al desgraciado político, general o banquero que caía bajo la red de su saña. Ni que decir tiene que con la llegada de los nacionalsocialistas se le acabaron los días de gloria. Sobrevivió porque nunca se ensañó especialmente con las fuerzas conservadoras, habiendo zaherido con sus pullas tanto a un polo político como al otro. También tuvo siempre algo de espíritu oportunista, así que cuando se le ofreció la ocasión de medrar confeccionando chistes gráficos en los que deformaba hasta la perversión a judíos y a personalidades liberales, no le resultó demasiado difícil cambiar de barco y saltar a una nave más prometedora que lo condujera a un puerto más seguro.

Pero de esto hace ya muchos años y en la actualidad mi amigo no se mete con nadie que pueda hacerle daño. Sabe que los signos cambian, que los caudillos no son eternos. Su actual preocupación principal es asegurar su futuro y mostrarse adulador únicamente en lo mínimamente necesario. Hablar bien del régimen actual en los encuentros profesionales sí, por supuesto; pero nada de señalarse a sí mismo en presencia de diplomáticos extranjeros.

            El cúmulo de extravagancias que conforman la biografía de Dirk se culmina con su lugar de nacimiento. Su ascendencia parece ser completamente alemana, pero tuvo la mala fortuna de venir al mundo en la ciudad de Reval; llamada Tallin por los estonios. Esta ciudad ha atravesado muchas penurias y avatares históricos: ocupación nazi despiadada, destrucción en la guerra y, finalmente, comunismo carroñero. Pero este ciclo a Dirk ya parece traerle sin cuidado.

Supongo que Reval poseerá sus encantos y maravillas. Sin embargo, hay dos hijos suyos –sin contar a Dirk, claro- que me provocan una indecible repulsión, una desconfianza frente a los diletantes que demasiadas veces toman en sus manos los destinos de las naciones. Tengo algunos conocidos aquí en Madrid – aún en este extraño año de 1955, con tantos cambios como estamos viviendo- que han caído en la trampa de la fascinación esotérica; gente que no es capaz de hacer distinción entre un filósofo de verdad, por un lado, y un charlatán divagador, propagador de materias intrascendentes, por el otro. Esto último es de lo que más tiene el personaje al que ahora, inevitablemente, voy a referirme; hijo, como digo de Reval.

            Fue hace un par de días, durante una de las visitas de Dirk, cuando volví a escuchar el nombre de Alfred Rosenberg, el filósofo –llamémoslo así-, el intelectual y teórico del nacionalsocialismo. Fue más que una mera rememoración del personaje; fue como si lo hubiera tenido de paso por mi casa, una aparición fantasmal. Pude verlo y, por primera vez en mi vida, escucharlo, tras muchos años de haberlo leído.

Yo poseo un proyector de cine en el que, privadamente, suelo pasarme las viejas películas mudas de mis tiempos; esas que, junto con los libros, me han convertido en el monstruito que soy. Las amenizo poniendo algún disco de Richard Wagner, Carl Orff o quien me apetezca, dependiendo del argumento y de mi estado anímico


Pero qué sorpresa cuando Dirk se presentó en mi casa, todo sonriente, proponiéndome un viaje al pasado. Traía consigo un rollo de película que no se qué conocido suyo había salvado de unos archivos berlineses. Se trataba de una breve filmación en la que Rosenberg, sentado ante su escritorio, se presenta a sí mismo a un público al que no vemos y relata su vida a grandes rasgos: nacido en la ciudad hanseática de Reval -Dirk aplaudió al mencionarse su patria chica- en los tiempos en los que ésta formaba parte del Imperio Ruso. Rosenberg habla de su amor por el arte y la cultura, sus vivencias tras el estallido de la guerra del 14 y la Revolución Rusa, su llegada a Alemania y, finalmente, su empeño inquebrantable de luchar contra el marxismo y el judaísmo. Más o menos ahí finaliza la filmación, que aunque no llega a treinta minutos, me resultó pesada; el sonido horrible.

El caso es que cuando Dirk concluyó la proyección se levantó, enciendió la luz y, posicionándose con aire solemne ante la pantalla iluminada por el foco, clamó, imitando fielmente la voz de Rosenberg: "Y termino mis días en Núremberg colgado por el pescuezo". Y sueltó su risita de muñeco de ventrílocuo; la que tenía en sus días de cabaretero. Incluso imitó a continuación los jadeos de una persona estrangulada por una soga. Humor asqueroso.

Es sabido que Alfred Rosenberg murió ajusticiado en Núremberg, acusado de crímenes contra la humanidad. También escribió numerosos trabajos sobre historia, arte y filosofía mediante los cuales intentó sistematizar la doctrina nacionalsocialista.

            ¿Ha leído alguien Der Mythus des 20. Jahrhunderts  -El mito del siglo XX-, la magna obra del señor Rosenberg? No poseemos traducción alguna a nuestra lengua por lo que yo sé, así que quien no conozca el alemán deberá recurrir a alguna de las versiones disponibles en otros idiomas. A quien no la haya leído yo lo felicito; porque es pesadísima, insufrible, inasimilable -como esos elementos raciales que tanta repugnancia provocaban a su autor-; un fárrago de más de setecientas páginas pretendiendo dar crédito una peculiarísima teoría, a saber: que toda la historia de la humanidad es una pugna constante entre la raza nórdica y la semítica y que el único pueblo digno de llevar a cabo la unión de Europa es el alemán. Ese mito al que se refiere es la sangre; como si en los glóbulos se gestaran las ideas que engendran las civilizaciones. En varias ocasiones he intentado encontrar un mínimo de sentido en el maremágnum de fechas y cifras que dan forma a la criatura del doctor Rosenberg, al cual me imagino en una noche de tormenta con el cielo centelleante de actividad eléctrica, rasgando el papel con su pluma y gritando al final de cada párrafo: ¡It´s alive! ¡It´s alive!; como el doctor Frankenstein en la película de Whale.

            A Rosenberg yo lo definiría como un spengleriano de pacotilla. Su libro es un remedo mediocre de La decadencia de Occidente. Da la impresión de querer lucirse ante un grupo de estudiantes de filosofía, logrando únicamente que todo el mundo abandone el aula corriendo tan pronto como el autor amague una lectura en voz alta. Durante el III Reich fue un libro muy editado, pero poco leído. Rosenberg fue sin duda un hombre cultivado, pero eso no impidió que se comportara como un vil matarife en los cargos oficiales que aceptó, sobre todo el de ministro para los territorios orientales ocupados por el ejército alemán. Allí se ensañó cruelmente con su tierra natal rusa. Además, se dedicó a rapiñar las obras de arte de los países ocupados.

            Y con este tipo me he vuelto a encontrar al cabo de los años. Mi ejemplar de su “obra maestra” lo adquirí en Berlín allá por 1932. Nunca pensé que llegaría a escuchar su voz.

            Dirk no dejó descansar su sentido del humor, que con los años se ha vuelto tremendamente malsano, y continuó haciendo chistes con las ejecuciones de los colaboracionistas, repasando los indignos finales de los jefezuelos de los gobiernos pro nazis en los países ocupados: Quisling, Tiso, Laval...

            No, no encuentro divertida la suerte del autor de El mito del siglo XX -abandonado por los dioses de Asgard, pero sé que si fue ejecutado es porque fue el responsable directo de la muerte de miles de seres humanos –tal vez, algunos de ellos fueran compañeros suyos de sus años de estudiante en Riga- y no por las pedanterías  de su insoportable mamotreto.

            Volviendo a Reval: como antes dije, hay otra "sobresaliente" figura de esta ciudad –educado en ella, aunque austríaco de nacimiento- que se ha ganado mi desdén: el Barón Ungern-Sternberg, un sanguinario aventurero que acabó también ante un piquete de ejecución. Cuando Dirk menciona su ciudad natal, yo siempre lo provoco evocando a este personaje junto con Rosenberg. Él se defiende recordándome que también el actor Iván Triesault -¿de dónde lo sacaría Hitchcock?- era de Reval. Es verdad y, aunque éste no era un talento fuera de serie, atempera el mal sabor de boca que dejan sus otros dos paisanos.

            La tarde otoñal avanza fría, mientras Dirk y yo nos vamos emborrachando, cada uno en un sillón, mientras vemos por centésima vez el Nosferatu de Murnau. Soledad y   oscuridad en las calles. Las farolas sacudidas por el viento. El pasado, Europa devastada y habitada por monstruos.

 

lunes, 6 de septiembre de 2021

 

LA MUERTE Y EL FIN DE LOS TIEMPOS. LA POESÍA DE GEORG TRAKL

Por Alberto David Ripoll

Al principio, tras el primer trueno, cuando nada de lo que después acontecería era predecible, una súbita alegría colectiva se apoderó de las naciones de Europa. Una extraña ola parecía haber comenzado a sacudir el continente, algo benigno e inusitado que se percibía como un movimiento liberador; un nuevo espíritu que llevaba incubándose muchos años. Desde un lugar perdido de los Alpes suizos se había escuchado una voz nueva; a una especie de loco cantar versos extraños, declamar aforismos enigmáticos desde su refugio anónimo, lanzar invectivas contra el progreso, la ciencia, la religión y la filosofía aceptada. Su lenguaje era críptico, rico en alegorías, ambiguo como pocos y fácil de tergiversar. Ahora, miles de sus seguidores, que lo habían leído ya después de su muerte, consideraban que pronto se confirmaría lo que él tanto había anunciado: la aparición de un hombre nuevo, libre, superador del viejo.

            La generación más joven, en los años que precedieron a 1914, era vitalista; un fuerte hastío se había apoderado de su ánimo tras cuatro décadas de paz en el continente; aquel período de fuerte industrialización que, aunque había enriquecido a ciertas clases y había mejorado la vida de otras, también había alterado el paisaje de las naciones hasta volverlas irreconocibles para muchos. Las
ciudades habían crecido desmesuradamente y nuevos barrios constituidos por proletarios emigrados del área rural habían surgido en periferias  míseras. Como reacción a esto, una parte importante de jóvenes de familia burguesa, se habían ido embebiendo paulatinamente en una nostalgia idealizadora del pasado. Los anhelos de retorno a la sociedad bucólica, al dominio del castillo, a los villorrios rodeados por el bosque, a los caminos frecuentados por caballeros andantes y a las gestas de los guerreros medievales, se apoderaron de una juventud que no había conocido la guerra y la contemplaba como una posibilidad de liberación y catarsis.

            Esto era especialmente perceptible en Alemania, donde pocos años antes había surgido una especie de hermandad de adolescentes pujante e innovadora que se había lanzado por todos los caminos del país explorando bosques y campos, lagos y ríos; siempre en busca de lo que consideraban la huella de un pasado heroico y puro de su patria. Por medio de acampadas e interminables peregrinaciones, estos jóvenes descubrían la música, la balada y la arquitectura de una Alemania antigua que deseaban reivindicar. Vitalismo, mitología, simbología poética, profecía, afán heroico…


            Pero la guerra que estalló en 1914 fue la menos heroica de todas las conocidas hasta entonces. En poco tiempo la contienda se transformó en algo que más bien se parecía a ese Apocalipsis que también había sido anunciado y esperado por muchos grupos religiosos, por sectas y círculos esotéricos. Europa se abrió las venas en una guerra de innovación tecnológica que dejó poco lugar para el ideal libresco de la caballería y mucho para la venganza y el desquite, para la violencia étnica. Los imperios cayeron cercenados y desarticulados, no hubo más káiser, ni zar, ni sultán otomano; surgieron nuevos estados –repúblicas y monarquías a menudo fugaces- y, allá en el Este, vino al mundo un ente amenazador llamado Unión Soviética a quien nadie quería reconocer ni mirar de frente.

            Para muchos se barruntaba el fin de los tiempos. El orden tradicional se había roto y los movimientos revolucionarios violentos de izquierda y derecha se propagaban con rapidez. En la ciudad de Weimar, Alemania se había convertido oficialmente en una república. El pensador Oswald Spengler, en 1918 –apenas un año antes de la firma del Tratado de Versalles- había publicado su obra Der Untergang des Abendlandes (La decadencia de Occidente), en la que rendía cuentas, con ojo de profeta, de todo lo pasado y por venir. El libro –una elegía a la cultura europea, una constatación de la inminente desaparición de una era de poder para Occidente- fue un absoluto éxito de ventas, traducido a numerosos idiomas.

            Ninguno de estos acontecimientos finales llegó a presenciarlos el poeta austríaco Georg Trakl, a pesar de que él, en cierto modo, había sido el gran visionario anunciador de todo ese apocalipsis, ese crepúsculo (Untergang); él quien en sus versos plagados de simbología había escrito, con la sabia de sus terrores y obsesiones enfermizas, el destino de nuestra civilización, de la humanidad, pues eso es lo que Europa, con su dominio mundial, aún era por aquel entonces: la síntesis humana.

Su poesía -de una belleza tan extraordinaria que resulta, además de inusitada, perturbadora por proceder de un hombre de poco más de veinte años en el momento en que fue escrita en su mayor parte- es enigmática, perturbadora; lleva al lector, quedamente o entre susurros, a un mundo pretérito de galerías de viejas mansiones, jardines otoñales, crepúsculos en valles solitarios. La tristeza opresiva de una infancia solitaria y extraña -relaciones ambiguas con una hermana tiempo ha desaparecida- se prolonga hasta lo insoportable; amigos adolescentes fallecidos que nunca dejan de estar presentes, fe en los presagios, creencia en las apariciones fantasmales.  

La fijación de Trakl con las figuras luminosas o tenebrosas del pasado -Jesucristo, Barrabás o San Sebastián- o de la mitología, se entrelazan y confunden con los nombres misteriosos por él ideados -Anif, Elis- y otorgados a una especie de ángeles juveniles encarnación de la pureza edénica que el poeta amó toda su vida; entidades anunciadoras del fin de los días, de la extinción total de la especie humana tras su larga decadencia.

            Paradigma perfecto y bellísimo de este mundo de símbolos y figuras extrañas, de mitos apócrifos y entes enigmáticos, es el poema An den Knaben Elis (Al muchacho Elis):

 

                                   Elis, wenn die Amsel im schwarzen Wald ruft

                                   dieses ist dein Untergang,

                                   deine Lippe trinken die Kühle des blauen Felsenquells.

                                   Lass, wenn deine Stirne leise blutet

                                   uralte Legenden

                                   und dunkle deutung des Vogelflugs.

 

Ocaso, caída, final; sino revelado al género humano. Elis parte con paso suave hacia la noche, hacia su propia extinción; su frente sangrando silenciosamente, devenido en leyenda tras la muerte, convertido en exótico vegetal en las manos de un monje. Pero, ¿quién es ese misterioso muchacho Elis? No hay nada claro; se ha pensado en los mitos helénicos de Endimión –eterno durmiente- y de Jacinto, incluso en una especie de imaginario antecesor de Adán, un reflejo del paraíso perdido.

            Los poemas de Sebastian im Traum (Sebastián en sueños) -cuyo título hace referencia al mártir cristiano, flechado hasta morir- engloban todo ese mundo de decadencia y putrefacción, antigüedad y obsesión con el pasado, de presencia de la naturaleza misteriosa. La soledad, la infancia sombría que parece no querer disiparse. Lugares emblemáticos de Salzburgo –ciudad natal del poeta-, como el Mönchsberg (“la montaña del monje”), aparece aquí y allá, evocados como lugares sombríos, antesalas al mundo de los muertos.

            Trakl fue un esclavo del alcohol y las drogas; las visiones apocalípticas de su poesía no son meras ensoñaciones, tienen la veracidad de la alucinación; algo que de veras se considera haber visto. Los difuntos pueblan su poemas; silenciosas apariciones crepusculares. Su obsesión con los atrios de iglesias y los cementerios prefiguran la pulsión suicida que finalmente lo dominó.  

Porque por fin llegó el apocalipsis. La juventud austríaca, como la alemana, se entregó apasionadamente al esfuerzo bélico. Europa iba a mutar dolorosamente. Entonces no podía saberse, pero el Imperio Austrohúngaro se acercaba a su fin.

Trakl fue reclutado como farmacéutico. Asistió a muchos heridos graves durante la batalla de Grodek, que tuvo lugar entre austríacos y rusos. La experiencia fue insoportable, lo fulminó anímicamente. La visión de los cadáveres y la agonía de los supervivientes -los gritos y estertores- lo acompañaron, sin duda, en sus últimos momentos, con la droga en sus manos temblorosas. "Grodek" es precisamente el título de su último poema. En él vuelve una de sus más antiguas obsesiones: los "Ungeborene" (los no nacidos). Nos habla de la sombra vacilante de la hermana que se inclina para saludar a los héroes muertos de sangrante cabeza; de las flautas otoñales y los altares metálicos, del dolor de los nietos no nacidos. Sangre derramada, frío lunar, guerreros moribundos.  

            El sacrificio de la Batalla de Grodek-Lemberg fue estéril. La muerte de cientos de soldados, tanto rusos como austríacos, no sirvió de nada; ambos imperios desaparecieron. La posterior Paz de Versalles fue un mero interregno de tranquilidad aparente y relativa. Tal vez, el auténtico apocalipsis aún estaba por llegar, para toda Europa, un par de décadas más tarde, cuando, precisamente de Austria, llegara el mesías anunciador de la aniquilación total.

 

Nota final. Vocablos alemanes usados repetidamente por Trakl en sus poemas.

Untergang: Ocaso, hundimiento, descenso

Offenbarung: Revelación

Umnachtung: Enajenación

Ungeborene: No nacidos

Abgeschiedene: Los “alejados” (referido a los difuntos)

domingo, 5 de septiembre de 2021

 

DE ZARATUSTRA SOLO EL NOMBRE. UNA ACLARACIÓN ACERCA DEL PROFETA INVENTADO POR FRIEDRICH NIETZSCHE.

Ensayo de Alberto David Ripoll

La marcha agotadora de miles de años de decadencia occidental no podía detenerse con la prédica de un visionario persa que veía a la humanidad y al universo todo, sumido en un enfrentamiento perpetuo entre el Bien y el Mal. Zaratustra, Zoroastro, el profeta desplazado de su tierra natal por la irrupción del islam, que borró su huella en Oriente Medio y le arrebató a sus adeptos; había predicado una lucha continua entre los dos principios opuestos. Existía una deidad benigna y otra maligna (Ahura Mazda y Arimán) , hermanos gemelos de hecho, que se encontraban eternamente en conflicto; ambos eran más o menos igual de poderosos, si bien la deidad del Bien tendía a prevalecer, razón por la cual todos los hombres debían, igualmente, entregarse al Bien y combatir el Mal.  

            Zaratustra desarrolló la prédica de sus visiones entre los siglos XIV y XIII a. C. Su religión, llamada mazdeísmo, llegó a convertirse en la religión hegemónica en el Imperio Persa. Prevaleció, de hecho, en la región hasta bien avanzada la Alta Edad Media, cuando Mahoma desplazó como profeta al antiguo visionario persa, cuya figura histórica comenzó entonces a oscurecerse más y más hasta confundirse con la pura leyenda.

            Esto es todo. Nada más nos interesa, como nietzscheanos, de este personaje; y esto es así porque, como ya se ha dicho, Zaratustra-Zoroastro predicó los principios del Bien y del Mal y la creencia en un dios poderoso que obraba el Bien y que era el objeto principal de culto; es decir, la moral que siglos más tarde cristalizaría en el Judaísmo, el Cristianismo y el propio Islam. Por eso Nietzsche no podía sino abominar de ese profeta, tanto como lo hacía del propio Jesucristo.

            En su frenesí por anunciar la muerte de Dios –el final de la fe en un principio absoluto, en un ser todopoderoso que rige la vida del ser humano y lo esclaviza- Nietzsche desentierra a Zaratustra, lo trae de nuevo a la Tierra, no para exaltarlo y rendir culto a sus dioses, sino precisamente para redimirlo y convertirlo en anunciador de una verdad que no fue la suya histórica: la llegada del hombre nuevo, el hombre superior  (Übermensch) que habrá de liberarse de la vieja moral esclavizadora. El nuevo profeta renacido, parido misteriosamente por la mente del pensador alemán en los momentos iniciales del ascenso del poder económico y militar de su patria, viene a este mundo para repudiar y enmendar los siglos de declive que –según él- pesan sobre el mundo occidental desde la aparición de Sócrates. La irremediable decadencia que Nietzsche ve en la filosofía griega posterior a éste, en la Escolástica cristiana, en el racionalismo, en la Ilustración, en Kant, en el propio Idealismo Alemán; todo ha de ser superado y subsanado por una maravillosa “vuelta atrás”, a los tiempos anteriores al socratismo.

            Nietzsche amaba y exaltaba la Grecia salvaje, la Grecia de las grandes celebraciones báquicas en honor del joven dios llegado de Asia: Dionisos. El nacimiento de la tragedia griega, la poesía dramática y la música íntimamente asociada a ella, estuvo inspirado por la figura de la nueva deidad. Este espíritu se materializaba especialmente en las tragedias de Esquilo; también en Sófocles, comenzando a morir con Eurípides.

            En esa época, según Nietzsche, se dio una armonía entre el espíritu dionisíaco (el instinto de la tierra, el desenfreno, lo no racional) y el apolíneo (razón y rectitud, el mundo de la filosofía). Con la aparición de Sócrates y su prédica, el principio apolíneo comienza a imponerse hasta eclipsar completamente al dionisiaco, que llega a desaparecer. Todo el siglo V ateniense, ese esplendor que ha sido el ideal de Occidente, es contemplado por Nietzsche como el germen de nuestra decadencia. A Sócrates seguirá Platón (cuyos diálogos son para el pensador alemán paradigma de la moral apolínea); después de éste, Aristóteles transmitirá al Cristianismo el irremediable veneno que prevalecerá en la Escolástica. Para él, nostálgico crónico del viejo politeísmo, Sócrates plantó la semilla del monoteísmo que fructificaría con la religión judeocristiana medieval. La multiplicidad de los dioses representaba la variedad de los impulsos terrenales (pasión, ira, venganza…), mientras el monoteísmo es un poder absoluto que no puede representar el sentimiento del hombre, que es ajeno a esta tierra.

            La muerte de ese Dios (con mayúscula), es vislumbre de una posibilidad: la de la elevación -como antaño ocurría en las celebraciones báquicas a través del ritual mágico del vino, la música, la poesía dramática- sobre la condición humana. Saltar el puente que nos conecta con el animal inferior y abandonar el estado transitorio de hombre; dar el paso hacia ese ser superior llamado Übermensch (por encima de lo humano); superhombre, encarnación de un poder semejante al que un día poseyeron los dioses del antiguo panteón; el de ser señores de su destino y amarlo, aceptándolo; afianzándose en este mundo como sujetos, no soñando con un más allá.

            Los valores de la vieja moral (el Bien, el Mal) sostenidos por Sócrates y después por la Iglesia no sirven al superhombre. Son valores que desprecian la vida, que engañan con la ilusión de una existencia no terrenal (“moral de esclavos”). Esos mismos valores, esa moral, ya los predicó el viejo Zaratustra persa siglos antes de Cristo. Por eso Nietzsche lo traerá de vuelta a este mundo para que anuncie, esta vez, la nueva verdad: la muerte de Dios y la llegada del hombre superior. Esa fue la intuición que Nietzsche tuvo en su refugio suizo de Sils María, “a 6000 pies sobre el nivel del mar y a aún más distancia sobre cualquier cosa humana”. La atracción de las cumbres, los lagos, la naturaleza infinita y la soledad; cadena de visiones, una tras otra, a borbotones a través de sus labios y en ríos de tinta sobre el papel.  

    
       
Este Zaratustra es, pues, otra entidad con el mismo nombre; de ahí la geografía imaginaria a través de la que se mueve –Bunte Kuh (Vaca Multicolor), etc.-. Poco más que un nombre; igual podría haber elegido “Jesucristo” para nombrarlo, pero eso habría supuesto ir demasiado lejos en la blasfemia; el escándalo no era lo que Nietzsche buscaba, él nunca atacó a la autoridad sacerdotal; eso no iba con él, no era un revolucionario. Desempolvando a este milenario profeta casi olvidado, encontraba su trasunto ideal. Renacido, redimido; maduro para la nueva era.

            El siglo XX que se avecinaba, tendría noticias de él.

           

 

THOMAS MANN NO SE DEJA HIPNOTIZAR.

MARIO Y EL MAGO.

Por Alberto David Ripoll

El arte del demagogo, su discurso y su puesta en escena, son como un número de magia. Ha aprendido con oscuros maestros en lugares ignotos, en terruños lejanos, en atrasados villorrios campesinos o en míseras barriadas obreras. Se ha hablado y se ha escrito mucho del poder hipnótico de los agitadores de masas, de los embaucadores políticos vendedores de revoluciones o purificaciones raciales. Durante el período de entreguerras, la ralea de los charlatanes nacionalistas, obreristas o racistas proliferó por toda Europa.





            Era antigua, en Alemania, la ensoñación en torno a un líder conductor (Führer) para la nación; un sujeto que englobaría en su identidad todos los atributos culturales y genéticos requeridos para revitalizar la patria y llevarla a una era de esplendor que la convertiría, a su vez, en estandarte y líder del progreso de la humanidad, de Occidente al menos. Hacía tiempo que semejante líder –bello, culto, inteligente, duro y compasivo a la vez- era esperado; el poeta Stefan George había anunciado su ineludible aparición y había nombrado en sus versos los atributos que lo caracterizarían. Era de suponer que este ente o individuo nacería con probabilidad entre las clases educadas y más altas, pues la jerarquía había de ser respetada en la nueva sociedad que se construiría.


         Sin embargo, la miseria que reinaba en Alemania tras la firma del despiadado Tratado de Versalles alentó aquel anhelo y aportó el caldo
de cultivo ideal para que los demagogos más vulgares salieran a escena con la pretensión de encarnar ellos mismos las virtudes de aquella fantasía nacionalista.

            Italia, un país que, en principio, había resultado vencedor en la I Guerra Mundial, había salido, en realidad, muy desfavorecida en los tratados de paz, a pesar de los muchos esfuerzos que había realizado durante la contienda y de la inmensa cantidad de vidas de soldados que esta le había costado. Sus aspiraciones territoriales y sus anhelos de consolidar un poderoso imperio colonial en África no fueron satisfechas. Fue en ese país donde el primero de los grandes demagogos vio coronados sus esfuerzos. Con la llegada al poder de Benito Mussolini, Italia ponía fin a un intenso período de huelgas y desórdenes políticos y se despedía, también, de cualquier atisbo de libertades democráticas.

Italia y Alemania. Atracción y repelencia recíprocas.

La Italia que el escritor alemán Thomas Mann visita en 1926 –por segunda vez en su vida- es muy diferente de la que conociera durante su estadía veneciana de 1911; la que tanta satisfacción le produjo y la que le inspiró, en parte, la breve novela La muerte en Venecia. Además de un paisaje diferente –ya no se trata del Mar Adriático, sino del Tirreno, en el que se encuentra la localidad balneario de Forte del Marmi-, el escritor, su esposa y los dos hijos más jóvenes de los cuatro que por entonces tenía el matrimonio, encuentran una sociedad dramáticamente transformada. Mussolini ha consolidado su poder y todo indica que va a perpetuarse en él. La atmósfera se ha vuelto muy nacionalista y agresiva hacia los ciudadanos de ciertas naciones de Europa, entre ellas Alemania, entonces bajo la modélica democracia de Weimar. Los extranjeros en general y los alemanes en particular inspiran una desconfianza y antipatía extrema entre los veraneantes de clase alta italiana. Por todas partes son visibles los símbolos del régimen; banderas italianas adornadas con el escudo fascista, camisas negras, lemas patrióticos. El pueblo italiano se le aparece como entrado en un trance hipnótico anulador de la voluntad, que obedece a los gestos histriónicos del Duce.

            Sería unos años más tarde, ya de vuelta en Alemania, cuando Thomas Mann se decidiría a recrear la frustración y la ira experimentadas durante su estadía en la pequeña localidad italiana; las vacaciones amargadas por la animadversión colectiva inducida por esa especie de prestidigitador y mago que era ahora el amo de la “nueva” Italia. Con todo ello fantasearía el gran autor en una de sus más originales creaciones literarias.

            Mario y el mago es la primera narración en la que Thomas Mann exterioriza su desconfianza y desdén hacia los regímenes totalitarios; su desprecio ante los manejos vulgares y con pretensiones intelectuales de sistemas como el que, tan solo cuatro años tras la aparición del libro, iba a enseñorearse de la misma Alemania.

            En primera persona, el escritor cuenta su llegada, acompañado de su familia, a la localidad de Torre di Venere (trasunto de Forte di Marmi); los malos modos con que es recibido en el hotel, la antipatía de la población hacia él y los suyos (incluso la tos nocturna de su hijo es motivo de protesta). Al autor le desagradan también la vulgaridad chillona de los italianos de bajo nivel cultural, de una parte importante del pueblo llano que contrasta por su tosquedad ruidosa con el refinamiento del bel canto que él tanto admiraba, con la tradición humanista y literaria de Italia. El fascismo parece encarnar y sacar a relucir el aspecto más repelente de los meridionales. No hay ni rastro de Settembrini; el literato italiano ingenioso y aleccionador que amenizaba al joven Hans Castorp en La montaña mágica.

El cúmulo de desaires culmina cuando la hija pequeña se baña desnuda en la playa; hecho que redunda en el escándalo público y la imposición de una denigrante multa. Cuando están a punto de abandonar el odioso pueblo, se topan con un cartel que anuncia la actuación de un hipnotizador llamado Cipolla. Así, el matrimonio cede al entusiasmo de sus hijos y acepta asistir a la función nocturna.  

            Cuando Cipolla aparece en el escenario, además de exhibir su gran arte hipnótico, se revela como un gran comediante; un artista lenguaraz que encandila al  público con palabrería que alaba su propio arte, sin dejar de adular al Duce. Es –o aparenta ser- un gran patriota; el personaje al que desean escuchar muchos de los oyentes italianos que se encuentran en la sala, ya de por sí inflamados por la verborrea de las arengas oficiales. Poco a poco va revelándose el talante manipulador y ruin del “mago”; un individuo cuyo aspecto externo –jorobado de andares simiescos- es percibido como un reflejo de la perversidad de su mente. Durante la larga sesión de hipnosis, Cipolla, sirviéndose de su arte, esclaviza y denigra a diferentes personalidades presentes en la sala hasta llegar a la cima de su actuación con Mario, joven camarero conocido del escritor y su familia. Las diversas humillaciones a las que Cipolla somete al muchacho serán el detonante de la tragedia final.  

            Al literato alemán, esta última Wanderlust aventurera le va a dejar un sabor muy agrio.

¿Es Cipolla la encarnación del mal o el trasunto de algún tipo de dictador fascista? Tal vez. Así, como ante los pases mágicos del magnetizador, miles de seres humanos en Italia y Alemania se someterían a los designios, a los caprichos, de hombres aparentemente insignificantes, repulsivos a veces, capaces de mover a las masas simplemente alzando el brazo y pronunciando unas palabras atronadoras.  

            Todo parece ocurrir de forma cíclica. En los comienzos de este nuevo siglo, en algunas naciones de Europa, entre ciertos grupos sociales; en el mundo de la cultura, de la economía y de la política se habla de rebeldía contra ese gran ente plurinacional y multiétnico que es la Unión Europea. Se escucha de nuevo acerca del renacer de los estados puros y nacionales que no se adocenan en los límites de federaciones artificiales concebidas por políticos ajenos –o así contemplados- a la voluntad de lo que se llama  “pueblo”, “nación”, “cultura” o cualquier otro concepto identitario. Se cuestionan fronteras y se desprecian los tratados internacionales. Se admira, igualmente, a hombres fuertes que lideran estados vecinos cuyo resurgir o salvación les es atribuido. Esos hombres fascinan y seducen y, en ocasiones sin proponérselo, promueven sus gemelos aquí y allá.

            Thomas Mann fue un hombre inteligente; un intelectual humanista y ciudadano del mundo de una grandeza que ya no se encuentra; y esa misma grandeza inculcó a sus hijos, en muchas ocasiones abrumándolos con ella. Aunque en sus comienzos fue un ferviente nacionalista y defensor de la Europa alemana, muy pronto supo rectificar. Cuando los hipnotizadores comenzaron a proliferar, fue capaz mirarlos de frente y calarlos mucho antes de que su arte falaz y sus mañas lo convirtieran a él en un prisionero de las mismas. Nunca perdió su voluntad y, llegado el momento de la verdad, tuvo coraje suficiente para abandonar su amada patria y renunciar a la dudosa grandeza que se le prometía.