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lunes, 6 de septiembre de 2021

 

LA MUERTE Y EL FIN DE LOS TIEMPOS. LA POESÍA DE GEORG TRAKL

Por Alberto David Ripoll

Al principio, tras el primer trueno, cuando nada de lo que después acontecería era predecible, una súbita alegría colectiva se apoderó de las naciones de Europa. Una extraña ola parecía haber comenzado a sacudir el continente, algo benigno e inusitado que se percibía como un movimiento liberador; un nuevo espíritu que llevaba incubándose muchos años. Desde un lugar perdido de los Alpes suizos se había escuchado una voz nueva; a una especie de loco cantar versos extraños, declamar aforismos enigmáticos desde su refugio anónimo, lanzar invectivas contra el progreso, la ciencia, la religión y la filosofía aceptada. Su lenguaje era críptico, rico en alegorías, ambiguo como pocos y fácil de tergiversar. Ahora, miles de sus seguidores, que lo habían leído ya después de su muerte, consideraban que pronto se confirmaría lo que él tanto había anunciado: la aparición de un hombre nuevo, libre, superador del viejo.

            La generación más joven, en los años que precedieron a 1914, era vitalista; un fuerte hastío se había apoderado de su ánimo tras cuatro décadas de paz en el continente; aquel período de fuerte industrialización que, aunque había enriquecido a ciertas clases y había mejorado la vida de otras, también había alterado el paisaje de las naciones hasta volverlas irreconocibles para muchos. Las
ciudades habían crecido desmesuradamente y nuevos barrios constituidos por proletarios emigrados del área rural habían surgido en periferias  míseras. Como reacción a esto, una parte importante de jóvenes de familia burguesa, se habían ido embebiendo paulatinamente en una nostalgia idealizadora del pasado. Los anhelos de retorno a la sociedad bucólica, al dominio del castillo, a los villorrios rodeados por el bosque, a los caminos frecuentados por caballeros andantes y a las gestas de los guerreros medievales, se apoderaron de una juventud que no había conocido la guerra y la contemplaba como una posibilidad de liberación y catarsis.

            Esto era especialmente perceptible en Alemania, donde pocos años antes había surgido una especie de hermandad de adolescentes pujante e innovadora que se había lanzado por todos los caminos del país explorando bosques y campos, lagos y ríos; siempre en busca de lo que consideraban la huella de un pasado heroico y puro de su patria. Por medio de acampadas e interminables peregrinaciones, estos jóvenes descubrían la música, la balada y la arquitectura de una Alemania antigua que deseaban reivindicar. Vitalismo, mitología, simbología poética, profecía, afán heroico…


            Pero la guerra que estalló en 1914 fue la menos heroica de todas las conocidas hasta entonces. En poco tiempo la contienda se transformó en algo que más bien se parecía a ese Apocalipsis que también había sido anunciado y esperado por muchos grupos religiosos, por sectas y círculos esotéricos. Europa se abrió las venas en una guerra de innovación tecnológica que dejó poco lugar para el ideal libresco de la caballería y mucho para la venganza y el desquite, para la violencia étnica. Los imperios cayeron cercenados y desarticulados, no hubo más káiser, ni zar, ni sultán otomano; surgieron nuevos estados –repúblicas y monarquías a menudo fugaces- y, allá en el Este, vino al mundo un ente amenazador llamado Unión Soviética a quien nadie quería reconocer ni mirar de frente.

            Para muchos se barruntaba el fin de los tiempos. El orden tradicional se había roto y los movimientos revolucionarios violentos de izquierda y derecha se propagaban con rapidez. En la ciudad de Weimar, Alemania se había convertido oficialmente en una república. El pensador Oswald Spengler, en 1918 –apenas un año antes de la firma del Tratado de Versalles- había publicado su obra Der Untergang des Abendlandes (La decadencia de Occidente), en la que rendía cuentas, con ojo de profeta, de todo lo pasado y por venir. El libro –una elegía a la cultura europea, una constatación de la inminente desaparición de una era de poder para Occidente- fue un absoluto éxito de ventas, traducido a numerosos idiomas.

            Ninguno de estos acontecimientos finales llegó a presenciarlos el poeta austríaco Georg Trakl, a pesar de que él, en cierto modo, había sido el gran visionario anunciador de todo ese apocalipsis, ese crepúsculo (Untergang); él quien en sus versos plagados de simbología había escrito, con la sabia de sus terrores y obsesiones enfermizas, el destino de nuestra civilización, de la humanidad, pues eso es lo que Europa, con su dominio mundial, aún era por aquel entonces: la síntesis humana.

Su poesía -de una belleza tan extraordinaria que resulta, además de inusitada, perturbadora por proceder de un hombre de poco más de veinte años en el momento en que fue escrita en su mayor parte- es enigmática, perturbadora; lleva al lector, quedamente o entre susurros, a un mundo pretérito de galerías de viejas mansiones, jardines otoñales, crepúsculos en valles solitarios. La tristeza opresiva de una infancia solitaria y extraña -relaciones ambiguas con una hermana tiempo ha desaparecida- se prolonga hasta lo insoportable; amigos adolescentes fallecidos que nunca dejan de estar presentes, fe en los presagios, creencia en las apariciones fantasmales.  

La fijación de Trakl con las figuras luminosas o tenebrosas del pasado -Jesucristo, Barrabás o San Sebastián- o de la mitología, se entrelazan y confunden con los nombres misteriosos por él ideados -Anif, Elis- y otorgados a una especie de ángeles juveniles encarnación de la pureza edénica que el poeta amó toda su vida; entidades anunciadoras del fin de los días, de la extinción total de la especie humana tras su larga decadencia.

            Paradigma perfecto y bellísimo de este mundo de símbolos y figuras extrañas, de mitos apócrifos y entes enigmáticos, es el poema An den Knaben Elis (Al muchacho Elis):

 

                                   Elis, wenn die Amsel im schwarzen Wald ruft

                                   dieses ist dein Untergang,

                                   deine Lippe trinken die Kühle des blauen Felsenquells.

                                   Lass, wenn deine Stirne leise blutet

                                   uralte Legenden

                                   und dunkle deutung des Vogelflugs.

 

Ocaso, caída, final; sino revelado al género humano. Elis parte con paso suave hacia la noche, hacia su propia extinción; su frente sangrando silenciosamente, devenido en leyenda tras la muerte, convertido en exótico vegetal en las manos de un monje. Pero, ¿quién es ese misterioso muchacho Elis? No hay nada claro; se ha pensado en los mitos helénicos de Endimión –eterno durmiente- y de Jacinto, incluso en una especie de imaginario antecesor de Adán, un reflejo del paraíso perdido.

            Los poemas de Sebastian im Traum (Sebastián en sueños) -cuyo título hace referencia al mártir cristiano, flechado hasta morir- engloban todo ese mundo de decadencia y putrefacción, antigüedad y obsesión con el pasado, de presencia de la naturaleza misteriosa. La soledad, la infancia sombría que parece no querer disiparse. Lugares emblemáticos de Salzburgo –ciudad natal del poeta-, como el Mönchsberg (“la montaña del monje”), aparece aquí y allá, evocados como lugares sombríos, antesalas al mundo de los muertos.

            Trakl fue un esclavo del alcohol y las drogas; las visiones apocalípticas de su poesía no son meras ensoñaciones, tienen la veracidad de la alucinación; algo que de veras se considera haber visto. Los difuntos pueblan su poemas; silenciosas apariciones crepusculares. Su obsesión con los atrios de iglesias y los cementerios prefiguran la pulsión suicida que finalmente lo dominó.  

Porque por fin llegó el apocalipsis. La juventud austríaca, como la alemana, se entregó apasionadamente al esfuerzo bélico. Europa iba a mutar dolorosamente. Entonces no podía saberse, pero el Imperio Austrohúngaro se acercaba a su fin.

Trakl fue reclutado como farmacéutico. Asistió a muchos heridos graves durante la batalla de Grodek, que tuvo lugar entre austríacos y rusos. La experiencia fue insoportable, lo fulminó anímicamente. La visión de los cadáveres y la agonía de los supervivientes -los gritos y estertores- lo acompañaron, sin duda, en sus últimos momentos, con la droga en sus manos temblorosas. "Grodek" es precisamente el título de su último poema. En él vuelve una de sus más antiguas obsesiones: los "Ungeborene" (los no nacidos). Nos habla de la sombra vacilante de la hermana que se inclina para saludar a los héroes muertos de sangrante cabeza; de las flautas otoñales y los altares metálicos, del dolor de los nietos no nacidos. Sangre derramada, frío lunar, guerreros moribundos.  

            El sacrificio de la Batalla de Grodek-Lemberg fue estéril. La muerte de cientos de soldados, tanto rusos como austríacos, no sirvió de nada; ambos imperios desaparecieron. La posterior Paz de Versalles fue un mero interregno de tranquilidad aparente y relativa. Tal vez, el auténtico apocalipsis aún estaba por llegar, para toda Europa, un par de décadas más tarde, cuando, precisamente de Austria, llegara el mesías anunciador de la aniquilación total.

 

Nota final. Vocablos alemanes usados repetidamente por Trakl en sus poemas.

Untergang: Ocaso, hundimiento, descenso

Offenbarung: Revelación

Umnachtung: Enajenación

Ungeborene: No nacidos

Abgeschiedene: Los “alejados” (referido a los difuntos)

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