EL
GENIAL Y DEMENCIAL LUZHIN.
LA DEFENSA (Vladímir Nabokov)
Por
Alberto David Ripoll
En la vieja Unión Soviética el ajedrez era considerado esencial para la educación de las masas. Es clásica la fotografía en la que Lenin se bate frente al tablero con Vladímir Bogdanov –científico bolquevique y escritor de ciencia ficción- mientras el novelista Máximo Gorki los contempla meditando sus jugadas, en absoluta abstracción-. Sin embargo, la pasión rusa por este juego que no es un juego se remonta a tiempos anteriores a la revolución.
Juego de genios, de semidioses intelectuales. Sin embargo, surge también una pregunta: ¿Son titanes de la inteligencia los que se entregan exclusivamente al ajedrez, como eje único de sus vidas, o son sociópatas obsesos, egocéntricos prisioneros de mundos interiores que son incapaces de compartir con sus semejantes?
En su novela La defensa, el escritor ruso Vladímir Nabókov indaga en las interioridades alucinantes de la mente de Luzhin, un genio del ajedrez cuya infancia había transcurrido en un voluntario enclaustramiento en la soledad y el mutismo –carente de amistades y una casi una absoluta carencia de comunicación con sus progenitores-; especie de marginado que, por una pura casualidad, descubre el enigmático juego del ajedrez y lo convierte en la única razón de su existencia de adolescente desarraigado. Colegial sin brillantez ni talento para prácticamente ninguna asignatura, ve cómo se le revela una extraña inteligencia o don oculto para trazar en segundos las más complejas combinaciones. No tarda en revelarse como un genio fuera de serie, objeto de la atención y admiración de toda la Europa ajedrecística; para terminar sus años de juventud batiéndose con figuras de renombre internacional.
Nabókov -como en toda su obra perteneciente a su primera etapa narrativa, en la que aún no ha abandonado la lengua rusa- nos lleva de paseo por los ambientes burgueses de la Rusia anterior a la revolución de 1917 y, posteriormente, por el mundo de los expatriados rusos residentes en las grandes capitales de Europa; en este caso Berlín, donde el propio autor vivió durante muchos años de su juventud escribiendo para revistas literarias conocidas únicamente por los círculos rusófonos. Al contrario que a Nabókov, a Luzhin no le espera el éxito; pasados sus años de gloria -durante los cuales nada hizo aparte de lucirse en partidas de ajedrez como estrella de un mundo demasiado hermético y dominado por los adultos-, sin especialidad profesional alguna, sobrevive oscuramente componiendo problemas de ajedrez para las revistas y periódicos. Por lo demás, un inútil que apenas ha aprendido a atarse los zapatos; tosco, desaseado, introvertido y sin modales. La incapacidad del personaje para las relaciones sociales se hará aún más manifiesta cuando aparezca en su vida la primera mujer que se enamore de él. El mundo obsesivo, casi alucinatorio, del ajedrez será la madeja de hilos enredados que acabará por estrangular su relación y su intento final de afianzarse en una vida normal.
Me hago una pregunta: ¿Por qué un ser como Luzhin abandonaría la recién fundada
Unión Soviética? ¿No habría sido más feliz viviendo como genio declarado del
arte estrella comunista dentro de la nueva nación? Alguien como él no habría
necesitado más que una pequeña habitación -celda monástica, más o menos- y un
tablero de ajedrez para sentirse pleno. Eso hubiera sido una alternativa mucho
más esperanzadora que el vagabundeo por la Europa capitalista como paria
eterno.
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