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jueves, 21 de octubre de 2021

 

DOSTOYEVSKI EN SIBERIA. EL LARGO DESTIERRO QUE TRANSFORMÓ AL ESCRITOR. 

Ensayo de Alberto David Ripoll

Hubo un tiempo en que Siberia, una de las regiones más bellas y sobrecogedoras del planeta, fue la tierra de los condenados, el país de los muertos en vida; una prisión sin fronteras que era el destino final de la travesía vital de innumerables desheredados abocados por las circunstancias atroces que los habían rodeado desde su nacimiento y, en ocasiones, por una herencia genética calamitosa, al alcohol, la violencia y el crimen. Mucho se ha escrito sobre los desterrados políticos –tanto en la época del Imperio Ruso como durante las décadas que existió la Unión Soviética- sobre los intelectu
ales descontentos con los diferentes gobiernos que escribían soflamas y poemas, sobre los conspiradores y terroristas nihilistas, especie de visionarios iluminados, como líderes de sectas estrafalarias; socialdemócratas o activistas disidentes. Pero la verdad es que la inmensa marea de presos de los que se alimentaba Siberia  estaba constituida en su mayor parte por meros delincuentes comunes; gente peligrosa a la que poco importaban los problemas de la sociedad o las agitaciones políticas que tenían lugar en el Imperio Ruso.

            Entre aquella masa de desdichados fue a caer en una ocasión el joven escritor Fedor Dostoyevski, proveniente de San Petersburgo, la ciudad en la que había sido condenado a muerte por el delito de conspiración, pena que le había sido conmutada por la de trabajos forzados apenas unos segundos antes de que los fusileros del pelotón de ejecución abrieran fuego sobre él y los demás desdichados junto a los que aguardaba su final. Se sabe que uno de los compañeros que aguardaban junto a él la muerte no pudo soportar la intensidad del momento y enloqueció de por vida. Pero Dostoyevski no salió mucho mejor parado; aparentemente cuerdo, pero lastrado de por vida, prematuramente envejecido y encanecido. Además, lo que le esperaba era, de hecho, una suerte de muerte en vida, un entierro prematuro, una larga estancia en lo que la traducción española de una de sus novelas llama “el sepulcro de los vivos”.

            El Dostoyevski que, presuntamente, había estado involucrado en un complot para derribar el poder del zar, no había sido más que un joven ingenuo e idealista, autor de algunas novela
s breves (Pobres gentes, por ejemplo) en las que exponía problemas sociales y se decantaba políticamente de parte de los liberales. Sus críticas al zarismo no habían pasado de soflamas y pequeños libelos y, desde luego, jamás había tomado parte, conscientemente al menos, en conspiración alguna; el supuesto complot, una simple reunión clandestina, una charla, un debate a la luz de una vela. Para los agentes de policía que irrumpieron en mitad del encuentro y probablemente interrumpieron la lectura de alguna declaración política apasionada y absolutamente desquiciada, era suficiente: la más grave de las acusaciones caía sobre los allí congregados, la de verse implicados en el único delito capital que contemplaba el código penal del Imperio Ruso: la conspiración contra el estado.

            El joven condenado a muerte se encontró, al igual que sus camaradas de conjura, con los ojos vendados y maniatado frente a los fusileros que lo encañonaban, escuchando el redoble de tambor y convencido de que aquellos eran sus últimos segundos de vida. Pero cuando el tamborileo cesó, una voz clamó explicando a los condenados que la pena final había sido conmutada, por gracia de su majestad el zar, por la de destierro a Siberia. Aquellos momentos que, como se ha dicho muchas veces, duraron una eternidad en la mente de Dostoyevski, lo acompañaron para el resto de su  vida, de la nueva vida que iba a comenzar para él, ya que la anterior acababa de finalizar: aquel joven había encanecido de súbito y, realmente, había llegado a morir. Un ente muy distinto ocupaba a partir de ahora aquel cuerpo y aquel cerebro; un alma mucho más extraña, un personaje asocial y desarraigado, endurecido por los instantes que había creído los últimos y a los que se añadían los años que aún le aguardaban en el penal siberiano; en la casa de los muertos, en el sepulcro de los vivos.

            Pero el Dostoyesvski retornado ha aprendido mucho de estas experiencias, de estos años. Para empezar, ha perdido la ingenuidad idealista y ha comprendido que ha sido objeto de una pu
ra utilización por parte de los grupos liberales a los que había estado rondando; ha comprendido que la mayor parte de los activistas que luchan contra la autocracia zarista –que de ahora en adelante él considerará la forma de gobierno más adecuada para el pueblo ruso- y sobre todo los llamados nihilistas, no son más que “demonios”, una miríada de gérmenes infernales que se apoderan de las almas de la juventud rusa, de los inocentes alumnos de bachillerato, de los estudiantes universitarios ingenuos, idiotizados y seducidos por la doctrina destructiva de la anarquía, del “nihil”, de la nada. Lo mismo que había sido él: un poseso, un alma invadida de demonios. Así se titulo una de sus más inquietantes novelas: Besy (Бесы): Los demonios, una incursión alucinante en el mundo de los terroristas nihilistas, los ideólogos de la destrucción absoluta.

            La locura del nihilismo fascina y repele por igual a Dostoyevski. Se trata de una ideología que postula la aniquilación total de lo existente como medio purificador. Según el razonamiento nihilista, al destruir todo lo existente –el orden, la sociedad, la educación- aparecería un enorme vacío, una “nada” (nihil) de la cual debía surgir un “algo” que la llenaría súbitamente; lo que ese “algo” pudiera ser los mismos nihilistas lo ignoraban por completo, pero sin duda habría de ser una fuerza sana y positiva, renovadora y portadora de una fe salvadora. Por lo tanto era necesario destruir, matar, cometer toda clase de atentados sangrientos; disparar, incendiar, poner bombas… La “nada” crecería y se expandiría como el desierto del que habla Friedrich Nietzsche –inspirador posterior del movimiento, aun sin proponérselo- en uno de sus poemas (“Crece el desierto: ¡ay de aquel que albergue desiertos dentro de sí!”) y de allí brotaría la luz.

            Los demonios del n
ihilismo son la última fuerza devastadora que se introduce en la vida de Dostoyevski. Su vida había estado ya marcada y condicionada por tres grandes acontecimientos: el asesinato de su padre (un déspota alcohólico) a manos de sus siervos, la epilepsia que lo atormentó toda la vida y su larga estancia en el penal siberiano. Pero los demonios terroristas que ponen a Rusia bajo el fuego de las bombas –la culminación es el asesinato del zar Alejandro II, precisamente el libertador de los siervos- y propagan el nihil por todo el imperio, son los más terroríficos, los más aborrecibles. Frente a ellos solo existe una salvación posible: La Ortodoxia y la Autocracia. Es la única forma de gobierno posible para Rusia. Ninguna corriente política renovadora puede tener cabida en el alma de la gran nación eslava. Solo un hombre grande, un ungido de Dios, un zar, una iglesia auténticamente rusa (ni la católica, ni la luterana) y un estado policial. Y la fe en Dios, la creencia ciega. El pueblo ruso nunca aceptaría el materialismo y el racionalismo (el ateísmo, en suma) importado de Occidente. El espíritu de la Ilustración nunca echaría raíces en Rusia y solo sería capaz de encontrar un grotesco remedo en los actos salvajes de los terroristas. Occidente es depravación, libertinaje, veneno… ¿No se piensa así, hoy de nuevo, en Rusia? Los intelectuales rusos europeístas (inteligentsia) habían vivido muy de espaldas al pueblo ruso; al campesino que representaba su alma auténtica, lo habían despreciado incluso. El intelectual liberal había desarrollado un ateísmo dogmático incomprensible para la simple gente; una apelación a la razón que no podía menos que carecer de atractivo para la mayor parte de la masa. La salvación del desgraciado, del criminal, del “ex-hombre” está en encontrar un alma bondadosa que le muestre el camino de la redención; como Sonia a Raskólnikov.

            Para Dostoyevski todo había quedado muy claro. Siberia había sido su gran catarsis, su salvación, su renacer en la nueva vida. Para él esto era así: Nosotros, los conservadores, somos los rebeldes. Contra lo nuevo, contra el liberalismo, contra los cambios, el terrorismo, la pornografía. A esto iba a dedicar sus grandes novelas futuras.

            Cuando su breve novela  Pobres gentes fue publicada, el escritor fue saludado como un nuevo Gógol, un continuador eterno de su magisterio, un gran escritor social. Aquello fue un gran error. Sin Siberia, no habrían existido las grandes novelas posteriores y Pobres gentes se encontraría hoy en día, sin duda, en el olvido absoluto. Dostoyevski no sería nada; tan solo uno más de los muchos intelectuales liberales de la inteligentsia rusa. Si aquella novela es recordada, es porque fue escrita por el autor de Crimen y castigo, Humillados y ofendidos y Los demonios.

            Dostoyevski se redime, como Raskólnikov; como Rusia ha resurgido, redimida y engrandecida tras la hecatombe del comunismo y la inestabilidad y miseria de la última década del siglo XX. Una nación en pie, distinta y alejada de la Europa Occidental, de nuevo poderosa y grande en cuerpo y alma.

 

           

           

 

 

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