DOSTOYEVSKI EN SIBERIA. EL LARGO DESTIERRO QUE TRANSFORMÓ AL ESCRITOR.
Ensayo de Alberto David Ripoll
ales descontentos con los diferentes gobiernos que escribían soflamas y poemas, sobre los conspiradores y terroristas nihilistas, especie de visionarios iluminados, como líderes de sectas estrafalarias; socialdemócratas o activistas disidentes. Pero la verdad es que la inmensa marea de presos de los que se alimentaba Siberia estaba constituida en su mayor parte por meros delincuentes comunes; gente peligrosa a la que poco importaban los problemas de la sociedad o las agitaciones políticas que tenían lugar en el Imperio Ruso.
Entre aquella masa de desdichados fue a caer en una
ocasión el joven escritor Fedor Dostoyevski, proveniente de San Petersburgo, la
ciudad en la que había sido condenado a muerte por el delito de conspiración,
pena que le había sido conmutada por la de trabajos forzados apenas unos
segundos antes de que los fusileros del pelotón de ejecución abrieran fuego
sobre él y los demás desdichados junto a los que aguardaba su final. Se sabe
que uno de los compañeros que aguardaban junto a él la muerte no pudo soportar
la intensidad del momento y enloqueció de por vida. Pero Dostoyevski no salió
mucho mejor parado; aparentemente cuerdo, pero lastrado de por vida,
prematuramente envejecido y encanecido. Además, lo que le esperaba era, de
hecho, una suerte de muerte en vida, un entierro prematuro, una larga estancia
en lo que la traducción española de una de sus novelas llama “el sepulcro de los vivos”.
El Dostoyevski que, presuntamente, había estado
involucrado en un complot para derribar el poder del zar, no había sido más que
un joven ingenuo e idealista, autor de algunas novela
s breves (Pobres gentes, por ejemplo) en las que
exponía problemas sociales y se decantaba políticamente de parte de los
liberales. Sus críticas al zarismo no habían pasado de soflamas y pequeños
libelos y, desde luego, jamás había tomado parte, conscientemente al menos, en
conspiración alguna; el supuesto complot, una simple reunión clandestina, una
charla, un debate a la luz de una vela. Para los agentes de policía que
irrumpieron en mitad del encuentro y probablemente interrumpieron la lectura de
alguna declaración política apasionada y absolutamente desquiciada, era
suficiente: la más grave de las acusaciones caía sobre los allí congregados, la
de verse implicados en el único delito capital que contemplaba el código penal
del Imperio Ruso: la conspiración contra el estado.
El joven condenado a muerte se encontró, al igual que sus
camaradas de conjura, con los ojos vendados y maniatado frente a los fusileros
que lo encañonaban, escuchando el redoble de tambor y convencido de que
aquellos eran sus últimos segundos de vida. Pero cuando el tamborileo cesó, una
voz clamó explicando a los condenados que la pena final había sido conmutada,
por gracia de su majestad el zar, por la de destierro a Siberia. Aquellos
momentos que, como se ha dicho muchas veces, duraron una eternidad en la mente
de Dostoyevski, lo acompañaron para el resto de su vida, de la nueva vida que iba a comenzar para
él, ya que la anterior acababa de finalizar: aquel joven había encanecido de
súbito y, realmente, había llegado a morir. Un ente muy distinto ocupaba a
partir de ahora aquel cuerpo y aquel cerebro; un alma mucho más extraña, un
personaje asocial y desarraigado, endurecido por los instantes que había creído
los últimos y a los que se añadían los años que aún le aguardaban en el penal
siberiano; en la casa de los muertos, en el sepulcro de los vivos.
Pero el Dostoyesvski retornado ha aprendido mucho de
estas experiencias, de estos años. Para empezar, ha perdido la ingenuidad
idealista y ha comprendido que ha sido objeto de una pu
ra utilización por parte
de los grupos liberales a los que había estado rondando; ha comprendido que la
mayor parte de los activistas que luchan contra la autocracia zarista –que de
ahora en adelante él considerará la forma de gobierno más adecuada para el
pueblo ruso- y sobre todo los llamados nihilistas, no son más que “demonios”, una
miríada de gérmenes infernales que se apoderan de las almas de la juventud
rusa, de los inocentes alumnos de bachillerato, de los estudiantes
universitarios ingenuos, idiotizados y seducidos por la doctrina destructiva de
la anarquía, del “nihil”, de la nada. Lo mismo que había sido él: un poseso, un
alma invadida de demonios. Así se titulo una de sus más inquietantes novelas: Besy
(Бесы):
Los demonios, una incursión
alucinante en el mundo de los terroristas nihilistas, los ideólogos de la
destrucción absoluta.
La locura del nihilismo fascina y repele por igual a
Dostoyevski. Se trata de una ideología que postula la aniquilación total de lo
existente como medio purificador. Según el razonamiento nihilista, al destruir
todo lo existente –el orden, la sociedad, la educación- aparecería un enorme
vacío, una “nada” (nihil) de la cual debía surgir un “algo” que la llenaría
súbitamente; lo que ese “algo” pudiera ser los mismos nihilistas lo ignoraban
por completo, pero sin duda habría de ser una fuerza sana y positiva, renovadora
y portadora de una fe salvadora. Por lo tanto era necesario destruir, matar,
cometer toda clase de atentados sangrientos; disparar, incendiar, poner bombas…
La “nada” crecería y se expandiría como el desierto del que habla Friedrich
Nietzsche –inspirador posterior del movimiento, aun sin proponérselo- en uno de
sus poemas (“Crece el desierto: ¡ay de
aquel que albergue desiertos dentro de sí!”) y de allí brotaría la luz.
Los demonios del n
ihilismo son la última fuerza
devastadora que se introduce en la vida de Dostoyevski. Su vida había estado ya
marcada y condicionada por tres grandes acontecimientos: el asesinato de su
padre (un déspota alcohólico) a manos de sus siervos, la epilepsia que lo
atormentó toda la vida y su larga estancia en el penal siberiano. Pero los demonios
terroristas que ponen a Rusia bajo el fuego de las bombas –la culminación es el
asesinato del zar Alejandro II, precisamente el libertador de los siervos- y
propagan el nihil por todo el imperio, son los más terroríficos, los más
aborrecibles. Frente a ellos solo existe una salvación posible: La Ortodoxia y
la Autocracia. Es la única forma de gobierno posible para Rusia. Ninguna
corriente política renovadora puede tener cabida en el alma de la gran nación
eslava. Solo un hombre grande, un ungido de Dios, un zar, una iglesia
auténticamente rusa (ni la católica, ni la luterana) y un estado policial. Y la
fe en Dios, la creencia ciega. El pueblo ruso nunca aceptaría el materialismo y
el racionalismo (el ateísmo, en suma) importado de Occidente. El espíritu de la
Ilustración nunca echaría raíces en Rusia y solo sería capaz de encontrar un
grotesco remedo en los actos salvajes de los terroristas. Occidente es
depravación, libertinaje, veneno… ¿No se piensa así, hoy de nuevo, en Rusia?
Los intelectuales rusos europeístas (inteligentsia)
habían vivido muy de espaldas al pueblo ruso; al campesino que representaba su
alma auténtica, lo habían despreciado incluso. El intelectual liberal había
desarrollado un ateísmo dogmático incomprensible para la simple gente; una
apelación a la razón que no podía menos que carecer de atractivo para la mayor
parte de la masa. La salvación del desgraciado, del criminal, del “ex-hombre”
está en encontrar un alma bondadosa que le muestre el camino de la redención;
como Sonia a Raskólnikov.
Para Dostoyevski todo había quedado muy claro. Siberia
había sido su gran catarsis, su salvación, su renacer en la nueva vida. Para él
esto era así: Nosotros, los conservadores, somos los rebeldes. Contra lo nuevo,
contra el liberalismo, contra los cambios, el terrorismo, la pornografía. A
esto iba a dedicar sus grandes novelas futuras.
Cuando su breve novela Pobres gentes fue publicada,
el escritor fue saludado como un nuevo Gógol, un continuador eterno de su
magisterio, un gran escritor social. Aquello fue un gran error. Sin Siberia, no
habrían existido las grandes novelas posteriores y Pobres gentes se encontraría hoy en día, sin duda, en el olvido
absoluto. Dostoyevski no sería nada; tan solo uno más de los muchos
intelectuales liberales de la inteligentsia
rusa. Si aquella novela es recordada, es porque fue escrita por el autor de Crimen y castigo, Humillados y ofendidos y Los
demonios.
Dostoyevski se redime, como Raskólnikov; como Rusia ha
resurgido, redimida y engrandecida tras la hecatombe del comunismo y la
inestabilidad y miseria de la última década del siglo XX. Una nación en pie,
distinta y alejada de la Europa Occidental, de nuevo poderosa y grande en
cuerpo y alma.
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