THOMAS MANN NO SE DEJA HIPNOTIZAR.
MARIO Y EL MAGO.
Por Alberto David Ripoll
El arte del
demagogo, su discurso y su puesta en escena, son como un número de magia. Ha aprendido
con oscuros maestros en lugares ignotos, en terruños lejanos, en atrasados
villorrios campesinos o en míseras barriadas obreras. Se ha hablado y se ha
escrito mucho del poder hipnótico de los agitadores de masas, de los
embaucadores políticos vendedores de revoluciones o purificaciones raciales. Durante
el período de entreguerras, la ralea de los charlatanes nacionalistas,
obreristas o racistas proliferó por toda Europa.
Era antigua, en Alemania, la ensoñación en torno a un líder conductor (Führer) para la nación; un sujeto que englobaría en su identidad todos los atributos culturales y genéticos requeridos para revitalizar la patria y llevarla a una era de esplendor que la convertiría, a su vez, en estandarte y líder del progreso de la humanidad, de Occidente al menos. Hacía tiempo que semejante líder –bello, culto, inteligente, duro y compasivo a la vez- era esperado; el poeta Stefan George había anunciado su ineludible aparición y había nombrado en sus versos los atributos que lo caracterizarían. Era de suponer que este ente o individuo nacería con probabilidad entre las clases educadas y más altas, pues la jerarquía había de ser respetada en la nueva sociedad que se construiría.
de cultivo ideal para que los demagogos más vulgares salieran a escena con la pretensión de encarnar ellos mismos las virtudes de aquella fantasía nacionalista.
Italia, un país que, en principio,
había resultado vencedor en la I Guerra Mundial, había salido, en realidad, muy
desfavorecida en los tratados de paz, a pesar de los muchos esfuerzos que había
realizado durante la contienda y de la inmensa cantidad de vidas de soldados
que esta le había costado. Sus aspiraciones territoriales y sus anhelos de
consolidar un poderoso imperio colonial en África no fueron satisfechas. Fue en
ese país donde el primero de los grandes demagogos vio coronados sus esfuerzos.
Con la llegada al poder de Benito Mussolini, Italia ponía fin a un intenso
período de huelgas y desórdenes políticos y se despedía, también, de cualquier
atisbo de libertades democráticas.
Italia y
Alemania. Atracción y repelencia recíprocas.
La Italia que el
escritor alemán Thomas Mann visita en 1926 –por segunda vez en su vida- es muy
diferente de la que conociera durante su estadía veneciana de 1911; la que
tanta satisfacción le produjo y la que le inspiró, en parte, la breve novela La muerte en Venecia. Además de un
paisaje diferente –ya no se trata del Mar Adriático, sino del Tirreno, en el
que se encuentra la localidad balneario de Forte del Marmi-, el escritor, su
esposa y los dos hijos más jóvenes de los cuatro que por entonces tenía el
matrimonio, encuentran una sociedad dramáticamente transformada. Mussolini ha
consolidado su poder y todo indica que va a perpetuarse en él. La atmósfera se
ha vuelto muy nacionalista y agresiva hacia los ciudadanos de ciertas naciones
de Europa, entre ellas Alemania, entonces bajo la modélica democracia de Weimar.
Los extranjeros en general y los alemanes en particular inspiran una
desconfianza y antipatía extrema entre los veraneantes de clase alta italiana.
Por todas partes son visibles los símbolos del régimen; banderas italianas
adornadas con el escudo fascista, camisas negras, lemas patrióticos. El pueblo
italiano se le aparece como entrado en un trance hipnótico anulador de la
voluntad, que obedece a los gestos histriónicos del Duce.
Sería unos años más tarde, ya de
vuelta en Alemania, cuando Thomas Mann se decidiría a recrear la frustración y
la ira experimentadas durante su estadía en la pequeña localidad italiana; las
vacaciones amargadas por la animadversión colectiva inducida por esa especie de
prestidigitador y mago que era ahora el amo de la “nueva” Italia. Con todo ello
fantasearía el gran autor en una de sus más originales creaciones literarias.
Mario
y el mago es la primera narración en la que Thomas Mann exterioriza su
desconfianza y desdén hacia los regímenes totalitarios; su desprecio ante los
manejos vulgares y con pretensiones intelectuales de sistemas como el que, tan
solo cuatro años tras la aparición del libro, iba a enseñorearse de la misma
Alemania.
En primera persona, el escritor
cuenta su llegada, acompañado de su familia, a la localidad de Torre di Venere
(trasunto de Forte di Marmi); los malos modos con que es recibido en el hotel,
la antipatía de la población hacia él y los suyos (incluso la tos nocturna de
su hijo es motivo de protesta). Al autor le desagradan también la vulgaridad
chillona de los italianos de bajo nivel cultural, de una parte importante del
pueblo llano que contrasta por su tosquedad ruidosa con el refinamiento del bel canto que él tanto admiraba, con la
tradición humanista y literaria de Italia. El fascismo parece encarnar y sacar
a relucir el aspecto más repelente de los meridionales. No hay ni rastro de
Settembrini; el literato italiano ingenioso y aleccionador que amenizaba al
joven Hans Castorp en La montaña mágica.
El
cúmulo de desaires culmina cuando la hija pequeña se baña desnuda en la playa;
hecho que redunda en el escándalo público y la imposición de una denigrante
multa. Cuando están a punto de abandonar el odioso pueblo, se topan con un
cartel que anuncia la actuación de un hipnotizador llamado Cipolla. Así, el
matrimonio cede al entusiasmo de sus hijos y acepta asistir a la función
nocturna.
Cuando Cipolla aparece en el
escenario, además de exhibir su gran arte hipnótico, se revela como un gran
comediante; un artista lenguaraz que encandila al público con palabrería que alaba su propio
arte, sin dejar de adular al Duce. Es –o aparenta ser- un gran patriota; el
personaje al que desean escuchar muchos de los oyentes italianos que se
encuentran en la sala, ya de por sí inflamados por la verborrea de las arengas
oficiales. Poco a poco va revelándose el talante manipulador y ruin del “mago”;
un individuo cuyo aspecto externo –jorobado de andares simiescos- es percibido
como un reflejo de la perversidad de su mente. Durante la larga sesión de
hipnosis, Cipolla, sirviéndose de su arte, esclaviza y denigra a diferentes
personalidades presentes en la sala hasta llegar a la cima de su actuación con
Mario, joven camarero conocido del escritor y su familia. Las diversas humillaciones
a las que Cipolla somete al muchacho serán el detonante de la tragedia final.
Al literato alemán, esta última
Wanderlust aventurera le va a dejar un sabor muy agrio.
¿Es
Cipolla la encarnación del mal o el trasunto de algún tipo de dictador
fascista? Tal vez. Así, como ante los pases mágicos del magnetizador, miles de
seres humanos en Italia y Alemania se someterían a los designios, a los
caprichos, de hombres aparentemente insignificantes, repulsivos a veces,
capaces de mover a las masas simplemente alzando el brazo y pronunciando unas
palabras atronadoras.
Todo parece ocurrir de forma
cíclica. En los comienzos de este nuevo siglo, en algunas naciones de Europa,
entre ciertos grupos sociales; en el mundo de la cultura, de la economía y de
la política se habla de rebeldía contra ese gran ente plurinacional y
multiétnico que es la Unión Europea. Se escucha de nuevo acerca del renacer de
los estados puros y nacionales que no se adocenan en los límites de
federaciones artificiales concebidas por políticos ajenos –o así contemplados-
a la voluntad de lo que se llama “pueblo”, “nación”, “cultura” o cualquier otro
concepto identitario. Se cuestionan fronteras y se desprecian los tratados
internacionales. Se admira, igualmente, a hombres fuertes que lideran estados
vecinos cuyo resurgir o salvación les es atribuido. Esos hombres fascinan y
seducen y, en ocasiones sin proponérselo, promueven sus gemelos aquí y allá.
Thomas Mann fue un hombre
inteligente; un intelectual humanista y ciudadano del mundo de una grandeza que
ya no se encuentra; y esa misma grandeza inculcó a sus hijos, en muchas
ocasiones abrumándolos con ella. Aunque en sus comienzos fue un ferviente
nacionalista y defensor de la Europa alemana, muy pronto supo rectificar.
Cuando los hipnotizadores comenzaron a proliferar, fue capaz mirarlos de frente
y calarlos mucho antes de que su arte falaz y sus mañas lo convirtieran a él en
un prisionero de las mismas. Nunca perdió su voluntad y, llegado el momento de
la verdad, tuvo coraje suficiente para abandonar su amada patria y renunciar a
la dudosa grandeza que se le prometía.
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