INTELECTUAL, FILÓSOFO… ASESINO DE
MASAS.
(Relato de Alberto David Ripoll)
El caso
es que, hace pocos días, recibí la visita de un veterano de aquel mundo
pretérito; un inflamador de las noches del Berlín prehitleriano, un auténtico
camaleón político, además de un tremendo caradura. Se trata de Dirk Hagenau -la
grafía es imprecisa o, simplemente, completamente rehecha, ya que su pasaporte
ha experimentado diversas transformaciones y sufrido retoques necesarios para
facilitarle su arribada a este país-; un superviviente nato del torbellino
centroeuropeo. Prefiero no indagar en lo que llegó a hacer durante la guerra
-dejemos de lado si simpatizó o no con el nazismo-; quiero decir que prefiero
no enterarme de los líos en los que pudo verse involucrado y a qué personas y
favores debidos tuvo que recurrir para escapar, tras el hundimiento final, a los sabuesos del Ejército
Rojo que le pisaban los talones a todo ciudadano de habla alemana mínimamente
sospechoso de coquetear con el viejo régimen. Y por supuesto, no deseo enterarme
de a cuántas personas pudo llegar a salvar o a traicionar.
Dirk
tiene, eso sí, un gran sentido del humor y es muy gracioso. No en vano trabajó
como cómico en diversos locales nocturnos de Berlín. Solía contar chistes y
ejecutar parodias. También dibujaba con mucha gracia, siendo que sus
caricaturas, aunque aparecidas en publicaciones de poca monta, dejaban
identificar muy claramente al desgraciado político, general o banquero que caía
bajo la red de su saña. Ni que decir tiene que con la llegada de los
nacionalsocialistas se le acabaron los días de gloria. Sobrevivió porque nunca
se ensañó especialmente con las fuerzas conservadoras, habiendo zaherido con
sus pullas tanto a un polo político como al otro. También tuvo siempre algo de
espíritu oportunista, así que cuando se le ofreció la ocasión de medrar
confeccionando chistes gráficos en los que deformaba hasta la perversión a judíos
y a personalidades liberales, no le resultó demasiado difícil cambiar de barco
y saltar a una nave más prometedora que lo condujera a un puerto más seguro.
Pero de esto hace
ya muchos años y en la actualidad mi amigo no se mete con nadie que pueda
hacerle daño. Sabe que los signos cambian, que los caudillos no son eternos. Su
actual preocupación principal es asegurar su futuro y mostrarse adulador
únicamente en lo mínimamente necesario. Hablar bien del régimen actual en los
encuentros profesionales sí, por supuesto; pero nada de señalarse a sí mismo en
presencia de diplomáticos extranjeros.
El
cúmulo de extravagancias que conforman la biografía de Dirk se culmina con su
lugar de nacimiento. Su ascendencia parece ser completamente alemana, pero tuvo
la mala fortuna de venir al mundo en la ciudad de Reval; llamada Tallin por los
estonios. Esta ciudad ha atravesado muchas penurias y avatares históricos:
ocupación nazi despiadada, destrucción en la guerra y, finalmente, comunismo
carroñero. Pero este ciclo a Dirk ya parece traerle sin cuidado.
Supongo que Reval poseerá sus encantos y maravillas. Sin embargo, hay dos hijos suyos –sin contar a Dirk, claro- que me provocan una indecible repulsión, una desconfianza frente a los diletantes que demasiadas veces toman en sus manos los destinos de las naciones. Tengo algunos conocidos aquí en Madrid – aún en este extraño año de 1955, con tantos cambios como estamos viviendo- que han caído en la trampa de la fascinación esotérica; gente que no es capaz de hacer distinción entre un filósofo de verdad, por un lado, y un charlatán divagador, propagador de materias intrascendentes, por el otro. Esto último es de lo que más tiene el personaje al que ahora, inevitablemente, voy a referirme; hijo, como digo de Reval.
Fue hace
un par de días, durante una de las visitas de Dirk, cuando volví a escuchar el
nombre de Alfred Rosenberg, el filósofo –llamémoslo así-, el intelectual y teórico
del nacionalsocialismo. Fue más que una mera rememoración del personaje; fue
como si lo hubiera tenido de paso por mi casa, una aparición fantasmal. Pude
verlo y, por primera vez en mi vida, escucharlo, tras muchos años de haberlo
leído.
Yo poseo un proyector de cine en el que, privadamente, suelo pasarme las viejas películas mudas de mis tiempos; esas que, junto con los libros, me han convertido en el monstruito que soy. Las amenizo poniendo algún disco de Richard Wagner, Carl Orff o quien me apetezca, dependiendo del argumento y de mi estado anímico
Pero qué sorpresa
cuando Dirk se presentó en mi casa, todo sonriente, proponiéndome un viaje al
pasado. Traía consigo un rollo de película que no se qué conocido suyo había
salvado de unos archivos berlineses. Se trataba de una breve filmación en la
que Rosenberg, sentado ante su escritorio, se presenta a sí mismo a un público
al que no vemos y relata su vida a grandes rasgos: nacido en la ciudad
hanseática de Reval -Dirk aplaudió al mencionarse su patria chica- en los
tiempos en los que ésta formaba parte del Imperio Ruso. Rosenberg habla de su
amor por el arte y la cultura, sus vivencias tras el estallido de la guerra del
14 y la Revolución Rusa, su llegada a Alemania y, finalmente, su empeño
inquebrantable de luchar contra el marxismo y el judaísmo. Más o menos ahí
finaliza la filmación, que aunque no llega a treinta minutos, me resultó pesada;
el sonido horrible.
El caso es que
cuando Dirk concluyó la proyección se levantó, enciendió la luz y,
posicionándose con aire solemne ante la pantalla iluminada por el foco, clamó,
imitando fielmente la voz de Rosenberg: "Y termino mis días en Núremberg colgado
por el pescuezo". Y sueltó su risita de muñeco de ventrílocuo; la que
tenía en sus días de cabaretero. Incluso imitó a continuación los jadeos de una
persona estrangulada por una soga. Humor asqueroso.
Es sabido que
Alfred Rosenberg murió ajusticiado en Núremberg, acusado de crímenes contra la
humanidad. También escribió numerosos trabajos sobre historia, arte y filosofía
mediante los cuales intentó sistematizar la doctrina nacionalsocialista.
¿Ha
leído alguien Der Mythus des 20.
Jahrhunderts -El mito del siglo XX-,
la magna obra del señor Rosenberg? No poseemos traducción alguna a nuestra
lengua por lo que yo sé, así que quien no conozca el alemán deberá recurrir a
alguna de las versiones disponibles en otros idiomas. A quien no la haya leído
yo lo felicito; porque es pesadísima, insufrible, inasimilable -como esos
elementos raciales que tanta repugnancia provocaban a su autor-; un fárrago de
más de setecientas páginas pretendiendo dar crédito una peculiarísima teoría, a
saber: que toda la historia de la humanidad es una pugna constante entre la
raza nórdica y la semítica y que el único pueblo digno de llevar a cabo la
unión de Europa es el alemán. Ese mito al que se refiere es la sangre; como si
en los glóbulos se gestaran las ideas que engendran las civilizaciones. En
varias ocasiones he intentado encontrar un mínimo de sentido en el maremágnum
de fechas y cifras que dan forma a la criatura del doctor Rosenberg, al cual me
imagino en una noche de tormenta con el cielo centelleante de actividad
eléctrica, rasgando el papel con su pluma y gritando al final de cada párrafo: ¡It´s alive! ¡It´s alive!; como el
doctor Frankenstein en la película de Whale.
A Rosenberg yo lo definiría como un spengleriano de pacotilla. Su libro es
un remedo mediocre de La decadencia de
Occidente. Da la impresión de querer lucirse ante un grupo de estudiantes
de filosofía, logrando únicamente que todo el mundo abandone el aula corriendo tan
pronto como el autor amague una lectura en voz alta. Durante el III Reich fue
un libro muy editado, pero poco leído. Rosenberg fue sin duda un hombre
cultivado, pero eso no impidió que se comportara como un vil matarife en los
cargos oficiales que aceptó, sobre todo el de ministro para los territorios
orientales ocupados por el ejército alemán. Allí se ensañó cruelmente con su
tierra natal rusa. Además, se dedicó a rapiñar las obras de arte de los países
ocupados.
Y con
este tipo me he vuelto a encontrar al cabo de los años. Mi ejemplar de su “obra
maestra” lo adquirí en Berlín allá por 1932. Nunca pensé que llegaría a
escuchar su voz.
Dirk no
dejó descansar su sentido del humor, que con los años se ha vuelto
tremendamente malsano, y continuó haciendo chistes con las ejecuciones de los
colaboracionistas, repasando los indignos finales de los jefezuelos de los gobiernos
pro nazis en los países ocupados: Quisling, Tiso, Laval...
No, no
encuentro divertida la suerte del autor de El
mito del siglo XX -abandonado por los dioses de Asgard, pero sé que si fue
ejecutado es porque fue el responsable directo de la muerte de miles de seres
humanos –tal vez, algunos de ellos fueran compañeros suyos de sus años de
estudiante en Riga- y no por las pedanterías
de su insoportable mamotreto.
Volviendo
a Reval: como antes dije, hay otra "sobresaliente" figura de esta
ciudad –educado en ella, aunque austríaco de nacimiento- que se ha ganado mi
desdén: el Barón Ungern-Sternberg, un sanguinario aventurero que acabó también
ante un piquete de ejecución. Cuando Dirk menciona su ciudad natal, yo siempre
lo provoco evocando a este personaje junto con Rosenberg. Él se defiende
recordándome que también el actor Iván Triesault -¿de dónde lo sacaría
Hitchcock?- era de Reval. Es verdad y, aunque éste no era un talento fuera de
serie, atempera el mal sabor de boca que dejan sus otros dos paisanos.
La tarde
otoñal avanza fría, mientras Dirk y yo nos vamos emborrachando, cada uno en un
sillón, mientras vemos por centésima vez el Nosferatu
de Murnau. Soledad y oscuridad en las
calles. Las farolas sacudidas por el viento. El pasado, Europa devastada y
habitada por monstruos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Dejar comentario