UNA VEZ MÁS… ETERNAMENTE
Prosa poética de Alberto David Ripoll
Una única estrella
iluminaba la noche cuando llegué a la parte más elevada de la colina. Había
avanzado dificultosamente, no por lo empinado de la ladera, sino por el
interminable cúmulo de rocas que se empeñaban en cercarme por todas partes,
como si el bombardeo que había provocado esa destrucción hubiera tenido como
único objeto impedir que yo alcanzara la cumbre de aquel promontorio espantoso.
Pero conseguí llegar y pude sentarme, jadeante, sobre uno de los cascotes de lo
que un día debía de haber sido un templo; tal vez una logia o la sede de una
hermandad secreta. Me lo indicaban los símbolos incomprensibles que encontré
pintados sobre la cara de algunos bloques que a duras penas se habían mantenido
más o menos intactos. Aquellos trazados cabalísticos, aquellas cifras, aquel
alfabeto…
Allí sentado, contemplé, desde la cima solitaria la
inmensa llanura arrasada, el interminable desierto de escombros de lo que un
día había sido una gran ciudad; la capital de un imperio poderoso. Apenas
recordaba su nombre; el estruendo de las explosiones, los gritos de los
moribundos, los atropellos de las masas de desgraciados que huían y el golpe
tremendo que recibí al caer abatido por una lluvia de cascotes, habían borrado
parcialmente mi memoria. Incluso había olvidado la vieja lengua. Un ejército
gigantesco, como hormigas voraces, había avanzado empuñando banderas rojas que
agitaba furiosamente desde las escasas torres y edificios que aún permanecían en
pie. Todo había terminado para nosotros. ¿Habría un nuevo principio? Me
encontraba exhausto, deprimido, sin ánimo para continuar; deseaba terminar.
¿Cómo podía darse un nuevo comienzo?
De pronto, me pareció que la colina en la que me encontraba se volvía más luminosa y, al alzar la cabeza, pude ver que el cielo se había llenado de estrellas; en apenas unos segundos. Y fue entonces que caí en la cuenta de que muy cerca de mí se encontraba un árbol; pobre y deshojado, pero aún vivo y de ramas gruesas. Sobre una de ellas se agazapaba una oscura figura de aspecto antropoide; un ente que se ocultaba el rostro entre las manos, como si sintiera vergüenza. Tardé un instante en comprender que no había tal vergüenza, sino que intentaba disimular una sonrisa maliciosa.
“Puedes verme, ahora debes verme…”
Un mero susurro, pero cuyas palabras distinguí
perfectamente. Y contemplé su rostro. Era un hombre joven, de rostro pálido y
ojos oscuros; su cabello, también negro, apenas se agitaba con el viento, cada
vez más intenso, que había comenzado a levantarse. De un salto bajó de la rama
y en dos pasos estuvo a mi lado. Se sentó sobre una roca. Pude ver su cuerpo
semidesnudo, atlético; orejas alargadas y puntiagudas, nariz escasa, labios
delgados, dientes blancos. No cesaba de sonreír como un niño travieso. Su
presencia me inquietaba y deseé huir de aquel lugar, pero no tenía fuerza. Algo
me ocurría. Me sentía cada vez más débil.
-¿Quién eres? –le pregunté.
-Tú me conoces –fue su respuesta.
-No sé de que hablas. No sé quién eres.
-Sí lo sabes, pero no lo recuerdas –replicó esta vez.
-Yo jamás hubiera sido amigo de alguien como tú…
Entonces soltó una risa estrepitosa cuyo eco se expandió de piedra en piedra por toda la colina.
-No,
no, no –sacudía sus manos al negar-, yo no he dicho que fuéramos amigos. Yo, en
realidad, no soy amigo de nada ni nadie. Mi existencia toda es la soledad.
Miles de años de soledad. Porque yo soy muy viejo, ¿sabes?
Me sentía cada vez más débil y me costaba hablar, pero finalmente reconocí su rostro. Lo había visto en algunos grabados, pocos, porque no se le solía representar y, además, se le confundía con otros entes. Pero recordé su nombre: Dämon. No era ese que llamaban Satán, nada que ver. Este ser, este pequeño diablo, era el destino inexorable. Y hasta allí me había acompañado. Y casi sabía cuál iba a ser la pregunta que iba a formularme.
-Todo ha terminado –me dijo-, mas aún puedes continuar.
Has llegado a tu final, pero no tienes que dejar de vivir, aunque tu existencia
ya no tenga continuación.
-¿Quién dice que mi vida no puede continuar? –pregunté
angustiado, porque había algo que empezaba a comprender, aunque no podía
admitirlo.
-No tienes más que mirarte… y sentirte. Todo ha terminado
aquí –y así hablando, extendió su mano, abarcando mi cuerpo de la cabeza a los
pies, y yo, efectivamente, me contemplé. Miré mis piernas y me vi, de pronto,
yaciendo sobre la hierba oscura, y me encontré en un charco de sangre; aun a la
luz de aquellas estrellas era perfectamente visible. La sangre era cálida, pero
mi cuerpo estaba cada vez más frío y débil. Y recordé que había abandonado la
ciudad destruida tras escapar de una montaña de cascotes bajo la cual había yo quedado
sepultado. Todo mi cuerpo estaba destrozado. Me había deslizado hasta aquella
colina para morir.
-¿Quieres regresar? –me preguntó el demonio. -¿Quieres volver a vivir todo de nuevo? No te hablo de ser otro, sino tú mismo. Volver a tu misma infancia, a tu adolescencia y madurez. Volver a vivir cada uno de los instantes, como ya los habías vivido antes de venir a este mundo.
-¿No recuerdas –continuó el demonio- que ya hemos tenido
miles de veces esta conversación? ¿Cuántas veces me has dicho que sí? ¿No
recuerdas que ya te dije que volveríamos a vernos? ¿Qué todo sería exactamente
igual? Solo tú puedes hacer que sea diferente.
-¿Eres acaso…? –acerté a preguntar. Pero él me interrumpió:
-Todos y cada uno de los instantes que ya has vividos,
con su alegría y su dolor, todos volverán, y así también el momento presente.
Dime “sí” antes de renacer con el nuevo universo, o dime “no” antes de
desaparecer para siempre con el universo que se quema. Pero si renaces, no
serás otra cosa que lo que has sido; y todo tal como fue. No habrá otra gloria
ni otra miseria.Y ya no dijo más. Con la última fuerza que me quedaba
susurré yo mi último “sí”. Entonces, el viejísimo demonio de aspecto joven se
puso en pie y desplegó sus alas y su vuelo último no pude seguir porque se
perdió en el cielo insondable de la noche. Un frío helador se apoderó de mi
cuerpo mientras la oscuridad se apoderaba de todo. Comprendí que el universo
moría; este universo al menos, el universo que yo había habitado. Ante mis ojos
vi caer las estrellas y avanzar el hielo imparable. La gigantesca serpiente
Uróboros surgió en aquel firmamento agonizante y comenzó a devorar su cola.
¿Cuántas veces la había visto? Incalculables… No había Nirvana, no había cielo;
solo yo, afirmándome fieramente en la vida.
De pronto, todo cambió. Vi un camino solitario, una
carretera, una autopista… Las estrellas habían vuelto. Yo también volvía. Yo
volvía y todo volvía conmigo al tiempo que olvidaba. Volvería el dolor,
volvería el placer, la victoria, la derrota, y siempre exactamente igual y en
el mismo orden. Y al final, volvería el demonio a hacerme exactamente la misma
pregunta. No podría cambiar absolutamente nada de lo ya vivido, pero yo
retornaría. Merecía la pena.
Pero ahora, yo olvidaba, olvidaba, olvidaba…
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