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domingo, 26 de diciembre de 2021

 

LA REVELACIÓN DEL ALFABETO

Relato de Alberto David Ripoll

Antes de abrir los ojos, Constantino ya intuía las finas líneas que, finalmente, vio trazadas, no sabía de qué manera, en la pared de su celda, estrecha y fría como una caverna. Los trazos puntiagudos que, en ocasiones, le sugerían pirámides que intentaran estirarse para llegar al cielo; a veces, en cambio, gorros extravagantes de alguna de las razas orientales con las que tanto había llegado a entrar en trato en años recientes. Un signo en la pared, un presagio. La noche pasada, momentos antes de tenderse en su catre, aquella mancha insinuante no estaba allí, de eso estaba seguro. ¿Qué la había causado? Había tenido un sueño que revelaba lo prodigioso; todo lo que se había estado agitando en su interior y que ahora tomaba forma, ahora se hacía realidad, allí, en aquella celda sofocada por la humedad que emanaba del lago cercano.

La interpretación cabal de los sueños era una pretensión que siempre lo había movido a risa; una creencia fabuladora que desde el principio había asociado a los pueblos bárbaros
de aquellas riberas agrestes a lo largo de cuyas sinuosidades se había perdido su existencia de los últimos años. Aquellos pueblos salvajes, ignorantes y ágrafos que, sin embargo, hacían acopio de vanidad suficiente para denominarse a sí mismos "conocedores de la palabra": slavi, eslavos; así es como gustaban llamarse, ese era su nombre tribal. Había gastado su vida prodigando la Verdad entre aquellas gentes bestiales.

El Balatón… ¿Cuántas veces, desde su niñez, lo había vislumbrado en sueños sin poder identificarlo? 
Desde su llegada al árido país se había desvivido en noches de fiebre en el proyecto de dotar a los indómitos eslavos de un alfabeto capaz de transcribir el verbo divino. Pero la lengua de los eslavos no se dejaba representar en modo alguno en el alfabeto de Bizancio, la añorada patria que lo había enviado a los mundos más remotos para que triunfara en la transmisión de la civilización allí donde sus predecesores habían fracasado. Los signos de los griegos eran incapaces de representar los salvajes fonemas de los eslavos. Hasta ahora, Constantino había aprendido todas las lenguas de los paganos; solo con los eslavos la frustración se había apoderado de él. Los fonemas de aquella gente eran tan ignotos que no encontraba caracteres en su alfabeto nativo para transcribirlos; debía inventar un nuevo sistema de signos, audaces como los osos de las nieves. Con fatiga, Constantino había pergeñado un juego de diez trazos originales, nunca antes vistos. Sin embargo, se había mostrado incapaz de establecer una diferenciación clara entre el resto de los sonidos, para los que no encontraba representación. En ocasiones tenía la impresión de que la lengua mudaba de un día para otro, de que podría consumir su existencia toda dibujando símbolos en pergaminos. A veces, Constantino se extraviaba en el bosque cercano e iba a parar a solitarios calveros en los que las figuras talladas en troncos de monstruosas deidades o guerreros le lanzaban miradas furiosas. No nos someterás

, parecían querer decirle.

Pero aquella noche última todo había cambiado. El sueño -la revelación- se había producido. Previamente, había sufrido una cadena de pesadillas. Se vio navegando por un espacio oscuro e inmenso, un mar interminable. De las aguas insondables urgían monstruos indescriptibles; criaturas bicéfalas, cornúpetas, alados demonios de ojos de fuego, licántropos y vampiros. Las creencias atroces se habían extendido entre los pueblos; la magia y la astrología.  Ruedas interminables representaban soles negros. Las fuerzas del mal, los engendros diabólicos poblaban todas las tierras desconocidas que él visitaba, todas las costas a las que arribaba. Intentaba intercambiar palabras con oscos sacerdotes que no le comprendían, escribir para ellos en caracteres griegos. Nada servía. Aquellos sacerdotes de negras túnicas eran los oficiantes de ritos malignos, portavoces del Anticristo, de los paganos. ¿Cómo convencerlos? Todas las letras que intentaba escribir en un pergamino eran garabatos irrisorios. De pronto se vio confinado en su celda, mirando hacia la ventana. Un sol dorado surgió de la nada y bañó con sus rayos todo el alfeizar. Los barrotes de hierro se desquebrajaron y comenzaron a cobrar vida. Se retorcían, saltaban, caminaban, volaban; se transformaban en delicadas figuras que transmitían mensajes, en signos vitales, palabras, oraciones.

“Tómalos uno por uno y tendrás el verbo. Con ellos escribirás la palabra de esta gente”, dijo una voz misteriosa.

Despertó. Contempló la mancha húmeda de la pared. Una letra más que se uniría a otras tantas contempladas en su sueño. Ya lo tenía. Miró hacia la ventana. La reja continuaba en su lugar, pero al lanzarse sobre el pergamino fue capaz de reproducir cada uno de los signos que le habían sido dados.

            Metodio lo supo: había comenzado una nueva era.

domingo, 5 de diciembre de 2021

 

UNA VEZ MÁS… ETERNAMENTE

Prosa poética de Alberto David Ripoll

Una única estrella iluminaba la noche cuando llegué a la parte más elevada de la colina. Había avanzado dificultosamente, no por lo empinado de la ladera, sino por el interminable cúmulo de rocas que se empeñaban en cercarme por todas partes, como si el bombardeo que había provocado esa destrucción hubiera tenido como único objeto impedir que yo alcanzara la cumbre de aquel promontorio espantoso. Pero conseguí llegar y pude sentarme, jadeante, sobre uno de los cascotes de lo que un día debía de haber sido un templo; tal vez una logia o la sede de una hermandad secreta. Me lo indicaban los símbolos incomprensibles que encontré pintados sobre la cara de algunos bloques que a duras penas se habían mantenido más o menos intactos. Aquellos trazados cabalísticos, aquellas cifras, aquel alfabeto…

            Allí sentado, contemplé, desde la cima solitaria la inmensa llanura arrasada, el interminable desierto de escombros de lo que un día había sido una gran ciudad; la capital de un imperio poderoso. Apenas recordaba su nombre; el estruendo de las explosiones, los gritos de los moribundos, los atropellos de las masas de desgraciados que huían y el golpe tremendo que recibí al caer abatido por una lluvia de cascotes, habían borrado parcialmente mi memoria. Incluso había olvidado la vieja lengua. Un ejército gigantesco, como hormigas voraces, había avanzado empuñando banderas rojas que agitaba furiosamente desde las escasas torres y edificios que aún permanecían en pie. Todo había terminado para nosotros. ¿Habría un nuevo principio? Me encontraba exhausto, deprimido, sin ánimo para continuar; deseaba terminar. ¿Cómo podía darse un nuevo comienzo?

           De pronto, me pareció que la colina en la que me encontraba se volvía más luminosa y, al alzar la cabeza, pude ver que el cielo se había llenado de estrellas; en apenas unos segundos. Y fue entonces que caí en la cuenta de que muy cerca de mí se encontraba un árbol; pobre y deshojado, pero aún vivo y de ramas gruesas. Sobre una de ellas se agazapaba una oscura figura de aspecto antropoide; un ente que se ocultaba el rostro entre las manos, como si sintiera vergüenza. Tardé un instante en comprender que no había tal vergüenza, sino que intentaba disimular una sonrisa maliciosa.

                “Puedes verme, ahora debes verme…”


            Un mero susurro, pero cuyas palabras distinguí perfectamente. Y contemplé su rostro. Era un hombre joven, de rostro pálido y ojos oscuros; su cabello, también negro, apenas se agitaba con el viento, cada vez más intenso, que había comenzado a levantarse. De un salto bajó de la rama y en dos pasos estuvo a mi lado. Se sentó sobre una roca. Pude ver su cuerpo semidesnudo, atlético; orejas alargadas y puntiagudas, nariz escasa, labios delgados, dientes blancos. No cesaba de sonreír como un niño travieso. Su presencia me inquietaba y deseé huir de aquel lugar, pero no tenía fuerza. Algo me ocurría. Me sentía cada vez más débil.


            -¿Quién eres? –le pregunté.

            -Tú me conoces –fue su respuesta.

            -No sé de que hablas. No sé quién eres.

           -Sí lo sabes, pero no lo recuerdas –replicó esta vez.

           -Yo jamás hubiera sido amigo de alguien como tú…

            Entonces soltó una risa estrepitosa cuyo eco se expandió de piedra en piedra por toda la colina.


-No, no, no –sacudía sus manos al negar-, yo no he dicho que fuéramos amigos. Yo, en realidad, no soy amigo de nada ni nadie. Mi existencia toda es la soledad. Miles de años de soledad. Porque yo soy muy viejo, ¿sabes?

            Me sentía cada vez más débil y me costaba hablar, pero finalmente reconocí su rostro. Lo había visto en algunos grabados, pocos, porque no se le solía representar y, además, se le confundía con otros entes. Pero recordé su nombre: Dämon. No era ese que llamaban Satán, nada que ver. Este ser, este pequeño diablo, era el destino inexorable. Y hasta allí me había acompañado. Y casi sabía cuál iba a ser la pregunta que iba a formularme.

            -Todo ha terminado –me dijo-, mas aún puedes continuar. Has llegado a tu final, pero no tienes que dejar de vivir, aunque tu existencia ya no tenga continuación.

            -¿Quién dice que mi vida no puede continuar? –pregunté angustiado, porque había algo que empezaba a comprender, aunque no podía admitirlo.

            -No tienes más que mirarte… y sentirte. Todo ha terminado aquí –y así hablando, extendió su mano, abarcando mi cuerpo de la cabeza a los pies, y yo, efectivamente, me contemplé. Miré mis piernas y me vi, de pronto, yaciendo sobre la hierba oscura, y me encontré en un charco de sangre; aun a la luz de aquellas estrellas era perfectamente visible. La sangre era cálida, pero mi cuerpo estaba cada vez más frío y débil. Y recordé que había abandonado la ciudad destruida tras escapar de una montaña de cascotes bajo la cual había yo quedado sepultado. Todo mi cuerpo estaba destrozado. Me había deslizado hasta aquella colina para morir.


            -¿Quieres regresar? –me preguntó el demonio. -¿Quieres volver a vivir todo de nuevo? No te hablo de ser otro, sino tú mismo. Volver a tu misma infancia, a tu adolescencia y madurez. Volver a vivir cada uno de los instantes, como ya los habías vivido antes de venir a este mundo.

    A mí, escapándoseme la vida, me costaba decir palabra, tan solo el movimiento de mis ojos mostraba, quizás, mi confusión.

            -¿No recuerdas –continuó el demonio- que ya hemos tenido miles de veces esta conversación? ¿Cuántas veces me has dicho que sí? ¿No recuerdas que ya te dije que volveríamos a vernos? ¿Qué todo sería exactamente igual? Solo tú puedes hacer que sea diferente.

          

-¿Eres acaso…? –acerté a preguntar. Pero él me interrumpió:

            -Todos y cada uno de los instantes que ya has vividos, con su alegría y su dolor, todos volverán, y así también el momento presente. Dime “sí” antes de renacer con el nuevo universo, o dime “no” antes de desaparecer para siempre con el universo que se quema. Pero si renaces, no serás otra cosa que lo que has sido; y todo tal como fue. No habrá otra gloria ni otra miseria.Y ya no dijo más. Con la última fuerza que me quedaba susurré yo mi último “sí”. Entonces, el viejísimo demonio de aspecto joven se puso en pie y desplegó sus alas y su vuelo último no pude seguir porque se perdió en el cielo insondable de la noche. Un frío helador se apoderó de mi cuerpo mientras la oscuridad se apoderaba de todo. Comprendí que el universo moría; este universo al menos, el universo que yo había habitado. Ante mis ojos vi caer las estrellas y avanzar el hielo imparable. La gigantesca serpiente Uróboros surgió en aquel firmamento agonizante y comenzó a devorar su cola. ¿Cuántas veces la había visto? Incalculables… No había Nirvana, no había cielo; solo yo, afirmándome fieramente en la vida.

            De pronto, todo cambió. Vi un camino solitario, una carretera, una autopista… Las estrellas habían vuelto. Yo también volvía. Yo volvía y todo volvía conmigo al tiempo que olvidaba. Volvería el dolor, volvería el placer, la victoria, la derrota, y siempre exactamente igual y en el mismo orden. Y al final, volvería el demonio a hacerme exactamente la misma pregunta. No podría cambiar absolutamente nada de lo ya vivido, pero yo retornaría. Merecía la pena.

            Pero ahora, yo olvidaba, olvidaba, olvidaba…

         



lunes, 29 de noviembre de 2021

 

PRECURSORES DEL EXPRESIONISMO: GEORG HEYM Y ERNST BALCKE

Por Alberto David Ripoll

En un día invernal de 1912, dos cuerpos sin vida fueron extraídos del río Havel después de varios días de búsqueda infructuosa. Se trataba de dos jóvenes que se encontraban patinando despreocupadamente en el momento en que el hielo se desquebrajó y ambos se hundieron en las aguas heladas, se sumergieron inevitablemente arrastrados por el peso de sus patines de cuchilla y de las botas que calzaban. No es posible saber, lógicamente, en qué estaban pensando durante los minutos que precedieron a su hundimiento, pero, dado que ambos eran poetas, veinteañeros y de espíritus rebeldes, muy probablemente habrían estado intercambiando pensamientos levantiscos acerca de la futilidad de aquella vida ordenada y gris que el imperio alemán ponía delante de la juventud; reglada desde la escuela y brutalmente militarizada. Es muy posible que se hubieran hecho mutuamente más de una alusión al ambiente crispado que ya se respiraba en las cancillerías europeas y que dos años más tarde, en una escalada imparable, conduciría al estallido de la Gran Guerra, un conflicto que ambos iban a perderse, para bien o para mal.



            Pero todo es elucubración, porque la vida de aquellos dos genios embrionarios cuya plenitud nunca sería alcanzada, se malogró en cuestión de minutos. El Havel es frío, como todo Berlín, como todo el Brandemburgo lo es en invierno. Todo se hiela y se paraliza y enmudece; la poesía alemana lo ha expresado en innumerables momentos.


            Georg Heym –silesiano de nacimiento- y Ernst Balcke –berlinés- eran amigos íntimos, procedentes ambos de un entorno de clase alta hacia el que no sentían gran simpatía. Habían compartido muchos momentos de su corta vida, así como amigos comunes. Habían emprendido juntos multitud de viajes y se habían unido por el vínculo de la poesía verdadera. Heym, específicamente, es uno de los principales precursores del expresionismo alemán en poesía, que alcanzaría su cumbre absoluta con poetas que llegarían posteriormente, especialmente tras el estallido de la Gran Guerra. Balcke, con una obra mucho más reducida, es el menos recordado de los dos; pero esto no dice prácticamente nada, ya que ninguno de ellos se encuentra, desde luego, entre las lecturas predilectas de nuestros días, ni siquiera entre los minoritarios amantes de la poesía.

            Poco importa ya sus vidas, que se terminaron de una manera tan absurda y anodina, en un puro accidente. Si se lee su obra, se pensaría que los dos, por separado, estaban destinados a enfrentarse con el demonio, ya como veinteañeros. De las conversaciones que mantuvieron prácticamente nada se sabe, sobre todo porque tampoco se conserva absolutamente ninguna de las cartas que, con certeza, se sabe que se escribieron.



            Solo dos libros de poemas aparecieron en vida de Georg Heym: Der Gott der Stadt (El dios de la ciudad, 1910) y Der ewige Tag (El día eterno, 1911). De hecho, su obra más perfecta es ya póstuma: Umbra Vitae, 1912. Ésta última se reeditaría en 1924 ilustrado con xilografías del artista expresionista Ernst Ludwig Kirchner. En este libro está incluido el poema Mit den fahrenden Schiffen… (Con los barcos que pasan…), incluido en la selección Tres poetas expresionistas alemanes de la editorial Hiperión, con traducción de Jenaro Talens; para mí el mejor de todos los que escribió, pleno de símbolos y arquetipos expresionistas: los muertos, los reinos alejados de nuestro mundo, los animales siniestros (cuervos, cornejas), el luto, los recuerdos que “esparcen ceniza”…

            La suerte de Ernst Balcke como poeta fue peor. En vida solo aparecieron unos cuantos poemas suyos, ninguno en forma de libro. Solo fue conocido en los círculos íntimos de amistades. Probablemente, hoy ni siquiera sería recordado de no ser por su amistad tan íntima con Heym (fue una de las dos únicas personas a quienes éste dedicó un poema, siendo la otra el también poeta, y demente, Jakob van Hoddis). Poemas dispersos como Der Sturm (La tempestad) o Sommertage noch im Herbst (Días veraniegos cuando ya es otoño), ambos paradigmas expresionistas, es lo que nos queda de él.



            Es difícil traer a estos dos poetas al siglo XXI. Nuestros conflictos no son los mismos. Ni nuestra educación, ni nuestros anhelos, ni nuestros miedos. Europa ya no está regida por los voraces imperios que se amenazaban unos a otros o se entrelazaban en alianzas muchas veces antinaturales que se rompían al poco tiempo de formarse. Entonces, la esperanza de vida era mucho más reducida; el miedo a las enfermedades, a la tuberculosis y a la sífilis era una constante en el desarrollo de la adolescencia y la juventud; por no hablar de la formación escolar a golpe de vara. Debemos viajar mucho –hacia el ayer, quiero decir- para disfrutar de verdad de esta poesía, como debemos hacerlo igualmente si queremos entender el cine expresionista alemán y vivir sus historias.

            Los dos poetas, exiliados prácticamente en vida, reviven como fantasmas en nuestros días; caminan sobre el hielo, se han convertido en sombras de los atardeceres fríos de Berlín. Al declamar sus poemas, se tiene la sensación de estar ejecutando un rito, una invocación. Ellos retornan. Sie kehren wieder… immer wieder…

 

Geror Heym: Mit den fahrenden Schiffen...       Con los barcos que navegan…

Mit den fahrenden Schiffen                                     Con los barcos que navegan
Sind wir vorübergeschweift,                                    nosotros hemos pasado,                             
Die wir ewig herunter                                              descendiendo eternamente                                   
Durch glänzende Winter gestreift.                           a través del invierno que resplandece.
Ferner kamen wir immer                                          Cada vez más nos hemos alejado
Und tanzten im insligen Meer,                                 y bailado en el mar de las islas,
Weit ging die Flut uns vorbei,                                  la marea de nosotros se alejó
Und Himmel war schallend und leer.                       mientras el cielo vacío atronaba.

Sage die Stadt,                                                          Nombra la ciudad
Wo ich nicht saß im Tor,                                          ante cuya puerta yo nunca me hallé,
Ging dein Fuß da hindurch,                                      ¿la atravesaste tú,
Der die Locke ich schor?                                          cuyo rizado cabello yo corté?
Unter dem sterbenden Abend                                   En la tarde moribunda
Das suchende Licht                                                   sostuve la luz interrogante,                                 
Hielt ich, wer kam da hinab,                                     ¡ah, rostro por siempre extranjero
Ach, ewig in fremdes Gesicht.                                  que a aquel reino descendió!

Bei den Toten ich rief,                                                Invoqué a los muertos,
Im abgeschiedenen Ort,                                              en su mundo de todos alejado,
Wo die Begrabenen wohnen;                                      donde los difuntos habitan,
Du, ach, warest nicht dort.                                          ¡ah, allí tú no estabas!
Und ich ging über Feld,                                               El campo crucé
Und die wehenden Bäume zu Haupt                           bajo árboles sacudidos por el viento,
Standen im frierenden Himmel                                   en el cielo helador invernal
Und waren im Winter entlaubt.                                   que las hojas arrancaba.                          .

Raben und Krähen                                                       Cuervos y cornejas
Habe ich ausgesandt,                                                   mensajeros míos partieron,
Und sie stoben im Grauen                                           alborotando la grisura
Über das ziehende Land.                                             a lo largo y ancho de la tierra.
Aber sie fielen wie Steine                                           Mas cual estrellas al anochecer
Zur Nacht mit traurigem Laut                                     cayeron con trágico resonar
Und hielten im eisernen Schnabel                               sosteniendo en su acerado pico
Die Kränze von Stroh und Kraut.                                las coronas de paja y maleza.

Manchmal ist deine Stimme,                                       A veces tu voz
Die im Winde verstreicht,                                           en el viento percibo acariciadora,
Deine Hand, die im Traume                                        tus manos que delicadamente
Rühret die Schläfe mir leicht;                                      mi sien rozan.
Alles war schon vorzeiten.                                          Todo ocurrió hace ya tanto tiempo,                          
Und kehret wieder sich um.                                         mas cíclicamente retorna,
Gehet in Trauer gehüllet,                                             caminando envuelto en tristeza                                                 streuet Asche herum.                                                               en derredor ceniza esparce.

                                                                                    (Traducción de Alberto David Ripoll)

 

Ernst Balcke: Der Sturm                                         La tempestad

Die Fahnen schlagen in den Abendhimmel                 Las banderas golpean el cielo vespertino
und wühlen auf den Todeskampf der Farben,             y se revuelven en la lucha mortal de los colores,

der Sturm zerreisst die kaum gebundene Garbe          la tempestad desgarra la apenas trenzada gavilla,   

zerstampf sie mit dem Huf der Wolkenschimmel       triturándola con cascos de blancos caballos nubosos,

Er wühlt den Duft aus brennenden Lupinen,               Ella agita la esencia de lupinos ardientes,            
spring jubelnd über eines Toten Bahre,                       saltando jubilosa sobre el féretro de un muerto,
der Qualm und Rauch aus Schloten und Kaminen      mientras el humo de las chimeneas
umfliegen ihn toll wie Mänadenhaare.                        cual cabello de ménade revolotea en derredor.

Er peitsch die Menschen ein in Haus und Türen         Con látigo castiga a los hombres en cada puerta
und tobt als Herr in den geleerten Gassen,                  e impone furiosa su señorío en desiertas callejuelas,                         
zerschlägt die Feuer, die die wenigen blassen             extingue el fuego que unas pocas hojas pálidas
suchen sich zu schüren.                                               avivar intentan, abandonadas.

                                                                                     (Traducción de Alberto David Ripoll)           

                                   

 

 

 

                                            

                                                  

 

 

viernes, 19 de noviembre de 2021

 

QUISIMOS SER PARTE DE ELLOS

Relato de Alberto David Ripoll

Un contrato miserable, pero no tuvimos más remedio que aceptarlo. Ninguno de nosotros había trabajado anteriormente en aquello, éramos actores teatrales y no estábamos acostumbrados a lo que muchos denominaban “la gran vulgaridad de nuestro tiempo” y otros, aún más duros, “la gran asquerosidad”. Así que, nada de refinamiento. Aceptamos matar a aquel vampiro.

 

 
         
Cazadores de vampiros. Un trabajo pésimamente remunerado. Sobre todo si tenemos en cuenta que se nos pagaría con los devaluados marcos del Reich. Ninguno de nosotros había puesto en duda la existencia de aquellos seres. Ustedes saben, en la compañía todos éramos rusos y serbios; pero no esperábamos que precisamente en Berlín fuéramos a dar con un empresario empeñado en que acosáramos a un vurdalak. Todo en plena efervescencia de la guerra política que se desarrollaba en las calles, con toda la luminaria del Kurfürstendamm que casi nos cegaba; aunque, ciertamente, las carteleras de la ciudad se engalanaran con el cráneo pelado de Nosferatu.

            Cazar un no-muerto, cazar una sanguijuela que había logrado escapar de… Pero nosotros también habíamos huido: los bolcheviques imperaban ahora en ese país que había dejado de ser nuestra patria y que con tanta furia habíamos maldecido. Era puro milagro que aquellos demonios rojos, mil veces peores que los vampiros, no nos hubieran fusilado.

            Moscú, Odesa, Constantinopla, Belgrado… Habíamos visto mundo, pero nunca nos habíamos cruzado con la figura renqueante del vurdalak. Así que cuando llegamos a la mansión Hackendorf estábamos sumamente excitados. Herr Baumann, nuestro mánager y anfitrión, nos aseguraba que era maravillosamente convincente el destello que el miedo dejaba apreciar en nuestras miradas, en nuestra palidez y en el balbuceo de nuestros labios. Hacía tiempo que la lengua alemana había dejado de darnos problemas, pero aún nos atascábamos bastante con la sintaxis monstruosa de aquel pueblo de energúmenos engreídos.

            Pero como digo, un contrato miserable, porque ¿a qué riesgos no se enfrenta uno cazando vampiros? Mal pagados, aunque la cerveza fuera excelente. Hackendorf estaba surcado de corredores oscuros, de vueltas y revueltas y de salones inquietantes que parecían repetirse o multiplicarse. Había espejos y candelabros por todas partes, pero no luz eléctrica. Toda la mansión parecía confluir en una sala en cuyo centro se encontraba una mesa circular.

            Nadich, un joven serbio muy curtido en Chejov, fue el primero en caer. Allí, alrededor de aquella mesa siniestra, lo encontramos como desvanecido. Fue a la mañana siguiente de nuestra llegada a Hackendorf. Esto lo remarcó mucho Herr Baumann: la mañana siguiente. Pálido y seco a la mañana siguiente; en la flor de la vida. Sus ojos, oscuros como pozos, miraban la nada. Estas palabras (“oscuros como pozos, miraban la nada”) también eran de la cosecha de Baumann. “Escríbanlo ustedes mismos en un rótulo bien grande”, nos llegó a decir. Ojos oscuros… bla, bla, bla... Tuvimos incluso, por insistencia suya, que practicar caligrafía gótica. Eso fue un suplicio.

            La noche siguiente se nos llevó a la señorita Ludmila. Esta joven remilgada, maravillosa recitadora de Pushkin, era la única que ya sabía alemán aún antes de nuestra llegada a Berlín. Ella nos había dado nuestras primeras nociones del odioso idioma. Adiós, profesora. Colgaba de un perchero de su alcoba cuando la encontramos al amanecer. Hackendorf la llamaba “condesa Ludmova”. Todos abominábamos del maltrato y corrupción que aquel gordo teutón hacía de la lengua rusa, pero tuvimos que aguantarlo. La condesa Ludmova también estaba pálida. Por colgar de aquella manera tan esperpéntica no recibió más remuneración que el resto de nosotros.

            La tercera noche terminó con el cuerpo de nuestro querido Sasha, excelente cantante cincuentón bigotudo y paternal, flotando en el estanque, rodeado de nenúfares. Pero a este el maquillaje se le había corrido por efecto del agua empantanada.

            Y así, fueron cayendo unos cuantos. El vampiro no se daba tregua. Nadie hacía nada por detenerlo, solo hablábamos y hablábamos. Y hubiéramos seguido hablando de no ser porque Herr Baumann decidió bajarnos el jornal. Ese fue detonante; ni la mamarrachada del aquel guión infumable, ni las miserias de los camerinos, ni que hubiéramos tenido que escribir nosotros mismos los rótulos narrativos en letra gótica.

            Herr Baumann adujo la gran depauperación del pueblo alemán a manos de aquel odioso Tratado de Versalles y la difícil coyuntura en la que se veían inmersas todas las empresas del país. De los doce mil millones de marcos (con los que casi no podías ya pagarte el desayuno) nos impuso una bajada de… ¡Bah, sobran las palabras! Hasta los muertos comenzaron a gritar.

            Nadich,
Ludmila, Sasha… todos retornaron de sus tumbas, aunque aún sin maquillar. Deberían haberse convertido en vampiros a su vez, pero la vejación hubiera ido demasiado lejos. Exigimos la cuenta por lo que habíamos trabajado y nos quitamos de en medio. También lo camerógrafos y los maquilladores debían sufrir aquel recorte, pero ellos, al fin y al cabo, estaban en su patria y no lo llevaban tan mal. La pretensión de Herr Baumann de emular a Wilhelm Murnau solo podía acabar como acabó, en estrepitoso fracaso. Su película de vampiros llegó a estrenarse, pero no sé si consiguió salir de las barracas de feria de pueblo donde era exhibida.

            “La vulgaridad de nuestro tiempo”, según Ludmila (antes condesa Ludmova), era aquel medio explotador y chabacano que intentaba suplantar al teatro; “la gran asquerosidad”, lo llamaba también. Nadich era más joven, casi un adolescente, y lo apreciaba más que ella. Él se quedaba anonadado ante los cartelones berlineses, contemplando aquellos dibujos fantásticos de monstruos, dioses y princesas encantadas; de viajes interplanetarios, de androides dorados. Quisimos ser parte de ellos.

            Esto ocurrió hace muchos años, antes de que Berlín fuera pasto de las llamas. Sin embargo, cuando las guerrillas callejeras cobraban fuerza, cuando los líderes demagógicos hablaban desde sus púlpitos y agitaban a las masas, a veces, en la noche, bajo la lluvia, en calles solitarias, me parecía escuchar –o sentir- a un ejército de vurdalaks, de muertos vivientes, que marchaba a mi espalda.

martes, 9 de noviembre de 2021

 

ISAAK BÁBEL, TESTIGO EXCEPCIONAL DE LA DESTRUCCIÓN DE UN PUEBLO

(Caballería Roja)

Por Alberto David Ripoll

Entre 1917 y 1923 la inmensa tierra rusa se vio conmocionada por uno de los enfrentamientos más sangrientos que surgieron como consecuencia de la Gran Guerra y, probablemente, el más terrible y cruel de todos los que se desarrollaron en el período de entreguerras. El golpe de estado llevado a cabo por Lenin, que arrancó del poder a Kerenski, obligándolo a abandonar Rusia, instauró una cruel dictadura en nombre de un proletariado cuyo apoyo, en realidad, nunca le fue otorgado. Especialmente reticentes al nuevo régimen fueron los campesinos, los cuales jamás habían sido considerados una clase revolucionaria y contra los cuales, todos los dirigentes bolcheviques, desde el propio Lenin a Trotski, mostraron el máximo desdén y desprecio. La Rusia profunda era tradicionalista y religiosa, tanto que fue en el interior de sus extensísimos territorios donde se fundaría la Guardia Roja; el gran conglomerado de zaristas y liberales derechistas (muchos de éstos habían mostrado su oposición al zar, pero aborrecían igualmente el comunismo) que se armó, en parte con fuerte apoyo extranjero, para combatir el nuevo orden instaurado por los revolucionarios. Procedentes en su mayor parte de las tierras de sur, del Asia Central, de las aldeas cosacas; los Blancos poseían una larga tradición guerrera, pero, desgraciadamente, no habían logrado aglutinarse en torno a un gran líder único. Su talón de Aquiles fue, igualmente, el egoísmo y la rapiña a los que se entregaron muchos de sus caudillos guerreros. Es legendaria la fiereza y el salvajismo de las incursiones del Barón Ungern von Sternberg.

                Más hábil que ellos, en este sentido, fue el Ejército Rojo. La disciplina de mando único de la milicia creada por Lev Trotski batió en muchos frentes no solo a la Guardia Blanca, sino también a los miles de voluntarios extranjeros que las naciones capitalistas implicadas en la Gran Guerra enviaron para combatirlos.

            La tierra rusa se vio ensangrentada por una contienda que fue civil –ruso contra ruso- y, al mismo tiempo, una especie de guerra internacional en pequeña escala. Pero guerra civil al fin y al cabo, es decir, una guerra cruel donde las haya; una guerra sin apenas códigos de honor, una guerra de venganzas personales, de saqueos, matanzas e incendios. Sufrieron todos los pueblos de Rusia, pero en medio de la vorágine se encontraba, para padecer como siempre más que ninguno, el pueblo judío. Los “ebrei” (“yidish”, despectivamente) víctimas tradicionales de todos los odios, de los pogromos que eran el desquite de las miserias de los eslavos, culpados de todas las desgracias –personales y colectivas- surgían como la víctima propiciatoria de la tragedia. Acusados por blancos y rojos de espiar para el enemigo, de ser unas veces cómplices de la clase alta contrarevolucionaria y, otras, los ideólogos de la revolución, vieron sus aldeas (shtetl, en lengua yidis) incendiadas y saqueadas por turbas a caballo. Cosacos, blancos o rojos, se entregaron a la gran masacre, a la violación y el asesinato.

            Testigo y actor absoluto de estos años, fue es escritor Isaak Bábel. Judío de Odesa, había conocido desde niño la violencia de los pogromos en su tierra natal. Esperanzado por el triunfo de la Revolución Rusa, se había adherido al comunismo, trabajando como periodista y traductor. Cuando se creó el Primer Regimiento de Caballería (Konarmia), capitaneada por el general Budionni, se le permitió formar parte de ella y acompañarla durante la Guerra Ruso Polaca. Desde esta posición Bábel contempla y vive el horror más absoluto. Él, que esperaba que el comunismo esparciera solidaridad e igualdad entre las naciones de la tierra, asiste a una especie de gran avanzadilla del holocausto hitleriano cuando las tropas cosacas integradas en la caballería comunista se vengan en los desgraciados y míseros judíos con la misma saña que lo hacen los blancos, los nacionalistas polacos de Pilsudski o las fuerzas de la recién independizada Ucrania.


            En Caballería Roja (Конармия), rememoraría aquellos días de horror apocalíptico, muerte y destrucción. Se trata de una serie de relatos breves encadenados que, a ratos, parecen mantener la unidad de una novela, pero que no lo es. Comenzó a escribirlos hacia 1923, pero no aparecieron recopilados en libro hasta el año 1926. Es la crónica de la guerra menos heroica que puede imaginarse. Sus protagonistas son supervivientes y pícaros, además de los simples desgraciados que van a lo suyo y a los que lo mismo les da servir a unos u a otros. La brutalidad y el analfabetismo se ceban en las clases más bajas de los territorios en los que tiene lugar la contienda y las convierte en una turba cruel que no reconoce principio alguno. Por parte de las tropas rojas, la destrucción de las obras de arte y del patrimonio arquitectónico ruso es una constante. Deberían pasar aún muchos años hasta que los comunistas en el poder comenzaran a valorar de nuevo el humanismo y la cultura y lo indispensable de ésta en el nuevo orden por ellos creados.

            Pero, como ya se ha dicho, nada es tan desolador como la destrucción de la cultura y la civilización judía en Rusia, Polonia y Ucrania; unida a la mera persecución del ser humano, de la violencia racial y étnica. Las inmensas llanuras en las que se levantan las shtetl judías se ven sumergidas en un baño de sangre que nadie se molesta a detener. Lenin había declarado que el antisemitismo era un crimen tan terrible como la propia contrarrevolución, pero sus secuaces se entregaron a él sin que nadie osara plantarles cara.

            Pero esto no es todo en el libro de Bábel. Escrito en buena medida en jerga cosaca, tampoco falta el humor y las descripciones de pintorescos tipos humanos; cosacos, soldados, rabinos, campesinos… Todo en narraciones de no más de cuatro o cinco páginas que son viñetas maravillosas, pequeños retratos, a veces auténticos poemas en prosa.

            Bábel cosechó éxito tras éxito en la literatura con sus narraciones cortas, género al que también pertenecen sus Cuentos de Odesa. Pero a Stalin no podía agradarle el carácter anti heroico de sus personajes y la falta de idealización del régimen soviético, transformado finalmente en el primero de los grandes sistemas totalitarios del siglo XX. Tampoco la ascendencia judía de Bábel debía agradar al dictador georgiano, en cuyas purgas políticas había mucho de antisemitismo. Fue acusado de espionaje y condenado a muerte. Además, sus obras fueron prohibidas.

            Deberían pasar casi quince años antes de que los ciudadanos soviéticos, muerto ya Stalin, pudieran volver a leer a este maestro de la narrativa.

           

lunes, 25 de octubre de 2021

 

LA RUPTURA DEL SUEÑO

Relato de Alberto David Ripoll    

I

Jörg me contó una de sus historias, uno de sus sueños. Deseaba hacerlo, simplemente. Habíamos estado en el cine esa misma tarde, viendo una de las últimas locuras expresionistas de aquellos días. En Berlín había nevado. Jörg quería hablar, no había bebido demasiado, pero su lengua se había desatado…   

 

II

De una forma u otra me estás pidiendo que lo haga, así que no lo voy a demorar más. Te lo contaré todo. Te lo leeré en voz alta, para que te haga el efecto de una saga, una leyenda; aunque no nos encontremos al calor de la hoguera en el corazón del bosque, ni en una cueva al resguardo de la tormenta. Has disfrutado con El gabinete de las figuras de cera, ¿verdad? Yo, no especialmente. No es una mala película, claro que no -¿cómo podría serlo cuando se deja ver en ella nuestro admirado Conrad Veidt?-, pero no creo que nada de lo que en ella se muestra llegue penetrar en mis sueños, a  enredarse en ellos. Ahora escucha.

            Una vez, hace mucho tiempo -era niño aún, aunque a un paso de la adolescencia- me extravié en un parque de atracciones en la costa del Mar del Norte. Extraviarme es decir demasiado, pues en realidad hice todo lo posible por perder de vista a mis amigos con toda la intención del mundo. Multitudes, ruido, humo y algunas risas. Así avancé por ese mar humano en el que los sentimientos y los pensamientos casi se respiraban en medio de aquellas interminables avenidas de barracas que ofrecían, además de humoradas y chucherías, la inquietante sorpresa de algún ser deforme o de algún tarado  pervertido. De esta manera, terminé ante un edificio de madera muy llamativo, todo pintado de púrpura, a cuya entrada un gordinflón de poco más que mi estatura invitaba a una visita a la "Morada del Misterio". A lo largo de la fachada de la barraca se alineaba, estática, perfilada en cartón piedra, la prole más inquietante que hasta entonces, a mi edad, me había encontrado: enanos que sonreían mostrando sus incisivos de roedor, encapuchados monjes de nariz de patata que no dejaban de mirarte, un verdugo cuya hacha de filo enrojecido casi llegaba a gotear auténtica sagre, un alargado aristócrata con monóculo y labios hinchados, un... Innumerables. Quizás no fueran tantos.

Aquella construcción de púrpura rabioso era inverosímil, brillando como un cubo mágico a la luz de unas antorchas que acababan de encenderse. Aquel día estaba nublado.

            No era la primera vez que me acercaba a una de estas ferias ambulantes, pues siempre me han fascinado y siempre he ido tras ellas. Me recuerdo muchas veces tomando el tren urbano y saliendo de Berlín en pos de algún lugar del que había oído que ellos -los magos, los adivinos- lo habían elegido en su interminable nomadismo. Pero aquella barraca siniestra me atraía especialmente. Todo el conjunto me seducía con sus sugerencias, que yo sabía falaces, pero en las que, precisamente por esto, creía ver la obra de una banda de artesanos venidos del mundo de los sueños.

No recuerdo ya si fue el obeso guardián de la mansión -¿era éste uno de los reclamos de cartón al que habían insuflado vida?- quien me tocó el hombro y me invitó a beber algo de una copa alargada que refulgía como si hubieran sumergido una lámpara en ella -¿llegué a hacerlo o esto también forma parte del sueño?-, lo cierto es que yo quedé dormido a los pocos segundos de contemplar aquella especie de diamante cegador. Mis ojos se cerraron -o nunca lo hicieron, simplemente el mundo desapareció a mi alrededor- y para cuando volvieron a abrirse -imposible saber cuánto tiempo después- la dimensión que me rodeaba ya no era la nuestra.  

            El parque de atracciones se había desvanecido completamente e igualmente lo habían hecho todos sus visitantes a excepción de mí mismo; todo el bullicio se había apagado durante ese misterioso intervalo de olvido que me había transportado hasta la nueva dimensión. Ahora me encontraba en mitad de una senda que ascendía a lo largo de una ladera que se me hacía interminable. Era un día nublado. Mi soledad era absoluta. El paisaje era desolador: la ladera estaba sembrada de rocas, muchas de ellas despedazadas; apenas existía vegetación. No se me ocurrió más que echar a andar por la senda e iniciar mi subida a la cumbre del monte. Así, no sé cuánto tiempo caminé antes de arribar a una llanura inmensa invadida por una niebla espesa cuyos giros y retorcimientos modelaban formas engañosas, figuras antropoides que me fascinaban, proyectándome hacia el mundo quimérico en cuyo abrazo muy pronto me vi apresado.

            De un confín a otro de la llanura se multiplicaban piedras de forma semicircular que sobresalían del suelo semejándose a lápidas olvidadas, sin nombre; tan solo extraños símbolos, pictogramas y dibujos tallados en su superficie parecían tener el propósito de transmitir alguna información acerca de lo que aquella tierra albergaba. Los símbolos inscritos en la piedra correspondían a una escritura que yo no era capaz leer pero que sí podía identificar: se trataba de los caracteres del sánscrito, la lengua de los arios. Las figuras allí representadas pertenecían y daban forma a algunos de los ciclos míticos de la antigua India. Identifiqué a numerosos héroes guerreros y reyes cuya vida y actos eran cantados y narrados en las viejas crónicas. Las figuras de aquellos colosos se recortaban en la piedra con una claridad sorprendente; sus cuerpos musculosos -portando armas mortíferas del pasado-, sus rostros desencajados por la furia del combate eran un tema que se repetía de lápida en lápida. No pude salir de mi asombro al dar con la imagen del intrépido príncipe Arjuna. También distinguí a los dioses Agni e Indra. Los nombres de estos y muchos otros tintineaban en mi mente como una cantinela mientras me desplazaba a través del lugar. Muchas veces había soñado con aquellos héroes y sus batallas contra monstruos terribles. Así, tambaleándome como embriagado de piedra en piedra, recorrí una considerable extensión de terreno hasta llegar a campo abierto, donde ya no hube de encontrar ninguno más de aquellos monumentos. Entre la niebla brillaban ahora pequeñas luces desperdigadas a diestro y siniestro, como si de una señalización del terreno se tratara. Algunas de aquellas luces permanecían inmóviles, otras se agitaban lanzando constantes rayos en derredor, abarcando una extensión de varios metros. Hasta donde mi vista alcanzaba, todo lo cubría una red de focos luminosos, como diminutas estrellas que hubieran descendido sobre la llanura. Los blancos destellos eran extraordinariamente bellos; seres incandescentes que se transformaban generando formas antropoides que formaban haces alargados, como brazos que se multiplicaban. Asistí, así, a una especie de surgimiento y desvanecimiento de innumerables figuras; formas de guerreros armados que a menudo se enfrentaban unos a otros, provocando la colisión de luces, desencadenando un aluvión de puntos cegadores al despedazarse en el combate.

            Me di cuenta, de pronto, de que toda la llanura se encontraba salpicada de los restos de un inmenso combate. Aquí y allá se perfilaban las corazas y los escudos abollados o despedazados, las hojas de espadas melladas, los yelmos hundidos a golpes. De las osamentas de los combatientes no quedaba ni rastro, como si hubieran acompañado a los espíritus en su viaje al otro mundo. Las proporciones de todos los artilugios, armas y aparejos, así como de todo el equipo de combate era descomunal, cuadruplicaba al de un ser de nuestra especie. Comprendí que los que se habían dado cita en aquel campo de batalla no eran meros hombres. En una ocasión, un profesor estudioso de la mitología, me contó que en un mundo paralelo al nuestro había tenido lugar un evento bélico cuyo nombre he olvidado, en el que dos grandes razas de colosos se enfrentaron hasta destruirse mutuamente. Muchos poetas y escultores habían imaginado ese encuentro apocalíptico que cristalizó, entre nosotros, en cantos épicos y, sobre todo, en enormes estatuas de colosos idealizados que aún se encontraban en muchas de las avenidas de nuestras ciudades. ¿Qué fuerza desconocida me había arrancado de mi plano de realidad y me había arrastrado entre los despojos de aquellos colosos que hasta entonces solo habían habitado en mis sueños? Sentí una fuerte aprensión ante el mero pensamiento de permanecer atrapado en aquella realidad y ser incapaz de volver a la mía.

Fue entonces, al rodear los despojos de la que fuera una enorme coraza cuya belleza atrajo mi atención, cuando hice el gran hallazgo que puso fin a mi vagabundeo a través de aquella visión alucinante: sobre la tierra, húmeda de niebla, yacía un yelmo de unas proporciones muy diferentes de las demás. Se hubiera adaptado perfectamente a mi cráneo y, de hecho, fue mi inmediato pensamiento que aquel objeto no había sido abandonado allí al azar, sino que alguien -superhombre o dios- se había mantenido aguardando mi llegada desde mucho tiempo atrás y me urgía ahora a tomar aquel trofeo. No sé cuánto tiempo permanecí vacilante, inmóvil, sin ser capaz de apartar los ojos del precioso yelmo. Precisamente porque el silencio en aquel campo de batalla era total, pude identificar con toda nitidez el sonido lejano de un trueno y, a continuación -como pronunciadas por un ser poderosísimo que se encontrara oculto en una altura invisible-, las palabras que pusieron fin a mi inacción: ¿Quieres ser inmortal?

            Inmediatamente, mi incliné con los brazos extendidos hacia el yelmo y lo tomé con ambas manos, alzándolo por encima de mi cabeza. El instante exacto en el que el yelmo se asentó en mis sienes se ha disipado completamente de mi memoria; se esfumó con la niebla, con las visiones post-apocalípticas y las ensoñaciones guerreras. Yo había vadeado aquel océano de fantasías épicas que una vez poblaron mi adolescencia de fabulosos guerreros a los que hubiera deseado emular, pero lo que advino a continuación fue... mi despertar; la ruptura del sueño.

 

III

            La mano que me sacudió ligeramente era la de un muchacho de mi edad; uno de mis compañeros de los Wandervögel, la tropa de exploradores juveniles en cuya compañía yo me encontraba recorriendo las zonas rurales de Alemania, los bosques inmensos, los ríos y lagos. Una de nuestras salidas nos había conducido a aquella ciudad norteña y a aquel parque de atracciones que nuestros guías de más edad habían desdeñado como pasatiempo insulso y artificioso propio del mundo moderno, pero que a mí me había atraído -ya te lo he dicho- como la trampa de una araña. De estas "aves de paso", que tanto significaron para mí de muchacho y en compañía de las cuales vagué a lo largo y ancho de este país, tal vez te cuente algo en otro momento; alguno de las historias que nos narrábamos alrededor del fuego de campamento. Los Wandervögel... En ocasiones, aún sueño con ellos...

 

IV

Jörg volverá a narrarme, estoy seguro, algún pasaje de su diario de los sueños. Otro día que la nieve vuelva a caer…