LA REVELACIÓN DEL ALFABETO
Relato de Alberto David Ripoll
Antes
de abrir los ojos, Constantino ya intuía las finas líneas que, finalmente, vio
trazadas, no sabía de qué manera, en la pared de su celda, estrecha y fría como
una caverna. Los trazos puntiagudos que, en ocasiones, le sugerían pirámides
que intentaran estirarse para llegar al cielo; a veces, en cambio, gorros
extravagantes de alguna de las razas orientales con las que tanto había llegado
a entrar en trato en años recientes. Un signo en la pared, un presagio. La
noche pasada, momentos antes de tenderse en su catre, aquella mancha insinuante
no estaba allí, de eso estaba seguro. ¿Qué la había causado? Había tenido un
sueño que revelaba lo prodigioso; todo lo que se había estado agitando en su
interior y que ahora tomaba forma, ahora se hacía realidad, allí, en aquella
celda sofocada por la humedad que emanaba del lago cercano.
La interpretación cabal de los sueños era una pretensión
que siempre lo había movido a risa; una creencia fabuladora que desde el
principio había asociado a los pueblos bárbaros
de aquellas riberas agrestes a
lo largo de cuyas sinuosidades se había perdido su existencia de los últimos
años. Aquellos pueblos salvajes, ignorantes y ágrafos que, sin embargo, hacían
acopio de vanidad suficiente para denominarse a sí mismos "conocedores de
la palabra": slavi, eslavos; así es como gustaban llamarse, ese era su
nombre tribal. Había gastado su vida prodigando la Verdad entre aquellas gentes bestiales.
El Balatón… ¿Cuántas veces, desde su niñez, lo había
vislumbrado en sueños sin poder identificarlo?
Desde su llegada al árido país se había desvivido en
noches de fiebre en el proyecto de dotar a los indómitos eslavos de un alfabeto
capaz de transcribir el verbo divino. Pero la lengua de los eslavos no se
dejaba representar en modo alguno en el alfabeto de Bizancio, la añorada patria
que lo había enviado a los mundos más remotos para que triunfara en la
transmisión de la civilización allí donde sus predecesores habían fracasado. Los
signos de los griegos eran incapaces de representar los salvajes fonemas de los
eslavos. Hasta ahora, Constantino había aprendido todas las lenguas de los paganos;
solo con los eslavos la frustración se había apoderado de él. Los fonemas de
aquella gente eran tan ignotos que no encontraba caracteres en su alfabeto
nativo para transcribirlos; debía inventar un nuevo sistema de signos, audaces
como los osos de las nieves. Con fatiga, Constantino había pergeñado un juego
de diez trazos originales, nunca antes vistos. Sin embargo, se había mostrado incapaz de establecer una
diferenciación clara entre el resto de los sonidos, para los que no encontraba
representación. En ocasiones tenía la impresión de que la lengua mudaba de un
día para otro, de que podría consumir su existencia toda dibujando símbolos en
pergaminos. A veces, Constantino se extraviaba en el bosque cercano e iba a
parar a solitarios calveros en los que las figuras talladas en troncos de
monstruosas deidades o guerreros le lanzaban miradas furiosas. No nos someterás
Pero aquella noche última todo había cambiado. El sueño -la
revelación- se había producido. Previamente, había sufrido una cadena de
pesadillas. Se vio navegando por un espacio oscuro e inmenso, un mar
interminable. De las aguas insondables urgían monstruos indescriptibles;
criaturas bicéfalas, cornúpetas, alados demonios de ojos de fuego, licántropos
y vampiros. Las creencias atroces se habían extendido entre los pueblos; la
magia y la astrología. Ruedas interminables representaban soles negros. Las fuerzas del
mal, los engendros diabólicos poblaban todas las tierras desconocidas que él
visitaba, todas las costas a las que arribaba. Intentaba intercambiar palabras
con oscos sacerdotes que no le comprendían, escribir para ellos en caracteres
griegos. Nada servía. Aquellos sacerdotes de negras túnicas eran los oficiantes
de ritos malignos, portavoces del Anticristo, de los paganos. ¿Cómo
convencerlos? Todas las letras que intentaba escribir en un pergamino eran garabatos
irrisorios. De pronto se vio confinado en su celda, mirando hacia la ventana.
Un sol dorado surgió de la nada y bañó con sus rayos todo el alfeizar. Los
barrotes de hierro se desquebrajaron y comenzaron a cobrar vida. Se retorcían,
saltaban, caminaban, volaban; se transformaban en delicadas figuras que
transmitían mensajes, en signos vitales, palabras, oraciones.
“Tómalos
uno por uno y tendrás el verbo. Con ellos escribirás la palabra de esta gente”,
dijo una voz misteriosa.
Despertó. Contempló la mancha húmeda de la pared. Una
letra más que se uniría a otras tantas contempladas en su sueño. Ya lo tenía.
Miró hacia la ventana. La reja continuaba en su lugar, pero al lanzarse sobre
el pergamino fue capaz de reproducir cada uno de los signos que le habían sido
dados.
Metodio
lo supo: había comenzado una nueva era.